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martes, 30 de julio de 2013

El Servicio Secreto Boliviano, espías en la Guerra del Chaco



La Paz, 1934. El conflicto bélico entre Bolivia y Paraguay transita su tercer año. Mientras la mayoría de la población anda ansiosa por saber noticias del Chaco, donde centenares de soldados mueren por las balas, el hambre y la sed; otros, como un vendedor de corbatas en inmediaciones de la plaza San Francisco, siguen su rutina. Para todos, él solamente es eso: un comerciante ... no para los agentes especiales del Servicio Secreto Boliviano (SSB).

Días de seguimiento han permitido al grupo de Inteligencia llegar a la conclusión de que tras ese quiosco se esconde un espía paraguayo. El infiltrado pasa información directa a su país sobre la movilización de tropas bolivianas y la llegada de armamento. La red de la que él forma parte es descubierta por la Operación Rosita. El “pila” es en realidad el capitán Freitas, un oficial asentado en La Paz desde 1928.

“En la Guerra del Chaco peleamos además contra el espionaje de Paraguay y sus aliados, Argentina y Chile”, expone el general de Ejército Luis Fernando Sánchez Guzmán, autor del libro Soldados de Siempre. En él revela las operaciones de espionaje boliviano realizadas entre 1933 y 1935. Una aventura, al puro estilo James Bond.

Carnavales. Había transcurrido un año y cinco meses desde el cerco a Boquerón, ocurrido en septiembre de 1932, y casi 365 días del triunfo boliviano en la batalla de Kilómetro Siete, entre noviembre de 1932 y febrero de 1933. En medio de esa emergencia, una fiesta privada de carnavales se organiza ese 1934. La celebración sólo es una fachada.

Asisten civiles y militares, algunos recién llegados del campo de acción. Entre los 48 invitados se encuentran Rosa Aponte Moreno, una joven cruceña de 20 años; el excombatiente Gastón Velasco Carrasco, el migrante español Alfredo Fernández Sibauti y el párroco mexicano Alfonso Ivar. La intención: armar el que sería el Servicio Secreto Boliviano para trabajos de espionaje y contraespionaje.

Todo el grupo, conformado íntegramente por voluntarios, es entrenado por el alemán Karl Heming. “Karl había combatido en la Primera Guerra Mundial y formaba parte de una colonia alemana que se identificó desde el primer momento con la causa boliviana”, relata el general Sánchez. Otros colaboradores germanos en la misión fueron Wálter Mass y Otto Berg. En 1934, mientras paraguayos y bolivianos luchan a muerte en las candentes arenas chaqueñas, el SSB alista un operativo. De Potosí llega la noticia de la instalación de un Consulado de Paraguay en La Quiaca, Argentina. La posición es estratégica pues el grueso del Ejército boliviano pasa por Villazón, a metros de la frontera. Algo se cocina desde Asunción.

Rosita Aponte trabajaba en el Parlamento antes de ser entrenada por el SSB y destinada a Villazón con un grupo de Inteligencia integrado por otras dos damas, por Gastón Velasco y Carlos Ackerman, un experto en cajas fuertes. La bella cruceña abre una pensión cerca de la legación diplomática guaraní y, con la complicidad de sus dos amigas, conquista a los funcionarios consulares, a quienes invita a un baile.

“Todo estaba planificado. Ellas entraron como ciudadanas peruanas”, reseña el escritor. Esa noche, mientras los paraguayos se divertían, Velasco y Ackerman ingresan al Consulado y sustraen de una caja fuerte documentos que permiten descubrir la red de espías que operaba en territorio boliviano.

“Cayeron argentinos, paraguayos, chilenos y hasta bolivianos ligados a ellos”, resume Sánchez. Uno de los descubiertos fue, precisamente, el capitán Freitas, el vendedor paraguayo de corbatas en San Francisco que enviaba informes a su país. El delator fue fusilado en La Paz. Esta misión se llamó Operación Rosita, por Rosa Aponte.

El mismo 1934, el SSB descubre que funcionarios chilenos que vivían en La Paz eran agentes paraguayos. Había que hallar pruebas que los incriminen. Y Rosa toma la misión. El SSB abre un prostíbulo por la plaza Riosinho. Dos chilenos llegan al lugar y pasan la noche con dos damas. Al día siguiente, ya en el domicilio de uno de ellos, por las calles Colombia y México, ingresa un desfile militar. Los trasandinos asoman sus cabezas y junto a ellos las dos mujeres. Desde abajo, agentes les toman fotos con las que luego son chantajeados para dar a conocer los nombres de otros informantes. Rosa Aponte participa de más acciones antes de casarse con un oficial. Muere en los años 90.

Otra historia es la de Alfredo Fernández Sibauti, cuidadano español que se cría en la ciudad de Sucre. Una vez estallada la guerra, el Españolito —como después fue bautizado— pasa a formar parte del SSB. El delgado hombre con grandes dotes para la actuación es encomendado en 1934 a entrar en el corazón del enemigo. Su maestro es Gastón Velasco, el mismo que ayudó en La Quiaca a descubrir la red de espías. El nuevo agente, que no pasa de los 30 años, una vez en Asunción y tras declarar su pretendido “odio” a los bolivianos, logra ser aceptado en el grupo de espionaje de ese país.

Fernández Sibauti envía inestimable información a Bolivia desde las mismas oficinas del Servicio de Inteligencia Paraguayo. Gracias a esos datos, la cañonera Humaytá quedó fuera de acción tras la explosión de una carga de dinamita en su caldera. Con sus informes se desbarata más redes de espionaje y se captura agentes enemigos en Arica, Chile. Sin embargo, a fines de 1934 el Españolito es interceptado por la Inteligencia paraguayo-argentina, torturado y luego acuchillado en un hospital.

Sacerdote. Sólo por su apellido, Zetaro, se conocía en la ciudad paceña a un argentino que proviene de una familia adinerada de Tucumán. Recién llegado, en los años 30, el inmigrante se contacta con los grupos de poder locales y en 1934 se ofrece como voluntario para ser agente de la Inteligencia boliviana.

En su vertiginosa carrera, llega inclusive a ser el estafeta del que después sería presidente de la República: el teniente coronel Germán Busch Becerra. El accionar de Zetaro pasa desapercibido para todos, excepto para el SSB.

Aquí entra en escena el mexicano Alfonso Ivar, sacerdote de día y cazador de desertores por la noche. Llegado de México a principios de los años 30, Ivar trabaja ya como agente secreto para el gobierno de Daniel Salamanca. Famoso por “pescar” delatores en los bares, llega a ser Jefe de Policía durante la Guerra del Chaco. “Dicen que andaba con sotana y con una pistola en la cintura”, cuenta el general Sánchez.

El cura mexicano, fanático de la causa boliviana ante Paraguay, dirige la investigación de Zetaro y descubre que el argentino es parte de una red paraguaya de espías. Pese a la constatación, el protocolo diplomático impide que el Gobierno boliviano tome acciones. “Era como ganarnos un lío con Argentina”, dice Sánchez. Zetaro, expulsado del país, parte en tren a la localidad de Guaqui. En el viaje, repentinamente se detiene la locomotora y aparece en persona el cura Alfonso, quien ejecuta al argentino con dos disparos. Años después, Ivar sería asesinado en Perú, en su ley.

Otra leyenda del espionaje boliviano se refiere al “gladiador” Ustáriz. En el Curso de Cóndores Satinadores en Sanandita, Tarija, el capitán Víctor Ustáriz Arce personifica el ideal del soldado boliviano. Llamado Charata y Baqueano, el tarateño se convierte, desde 1923, en una pesadilla de los paraguayos. “Como los límites entre Bolivia y Paraguay no estaban definidos, instalar guarniciones y fortines era común antes de la guerra, y en ello Ustáriz fue el mejor”, desliza el teniente José Luis Alarcón, en el libro Vida y Muerte del Satinador # 1 de Bolivia. Para los militares, el satinador es el especialista en tácticas de guerra en el frente de acción.

En los años 20, el entonces teniente Ustáriz aprende todos los secretos del Chaco de su inseparable amigo: un mataco a quien bautiza como Cabo Juan. Con esos conocimientos, más de una vez se infiltra en las filas “pilas”. Su valor es reconocido en las páginas de la historia del conflicto bélico. En 1928 desafía a la metralla enemiga y con una fracción de soldados toma el Fortín de Boquerón de manos paraguayas.

Ustáriz recibía tratamiento médico en Buenos Aires cuando estalla la guerra. El cerco a Boquerón, en agosto de 1932, le impulsa a volver a Bolivia para viajar al Chaco. El ya capitán se presenta ante el entonces general José Luis Peñaranda, el 7 de septiembre de 1932, y con una patrulla abre una ruta hasta Toledo. Al día siguiente recibe la orden para entrar a Boquerón y socorrer a los 600 soldados bolivianos que eran hostigados por unos 13.000 “pilas”.

Ustáriz, que conoce el terreno como la palma de su mano, entra al cerco a las 21.00 del 11 de septiembre junto a 54 soldados y se reúne con el teniente coronel Manuel Marzana. Es difícil resistir el embate del enemigo, por lo que el Baqueano decide abrir una brecha. La jornada siguiente, su destacamento en pleno ve cómo una ráfaga de metralla frena por el frente y la retaguardia el avance del Charata en la trinchera. El capitán muere a sus 35 años. “Ustáriz muere combatiendo cara a cara con el enemigo. Herido de muerte, cae sobre su arma besándola como si fuera una cruz”, refiere el teniente Alarcón.

Audaz, el aporte de Ustáriz, el primer espía militar de Bolivia, y de los agentes civiles Aponte, Fernández, Velasco, Ackerman e Ivar, entre otros —como Elvira Llosa, que luego de casó con el dramaturgo y periodista Raúl Salmón de la Barra— fue fundamental para Bolivia. Ellos escribieron con gloria la historia de los espías bolivianos, agentes secretos bolivianos que lograron descubrir la red de espías paraguayos, argentinos y chilenos que operaba desde la ciudad de La Paz.

(Esta nota fue publicada en 2009, en la revista Escape)


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