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lunes, 1 de agosto de 2016

El hijastro de Bolívar

Dicen que aquel que maneja los medios es el dueño de la verdad. Esta premisa parece ser una triste realidad que se propaga, al menos en países como el mío, dejándonos expuestos a un constante martilleo que nos impone no sólo lo que debemos decir sino, además, aquello que debemos creer.

A este respecto se podría trazar un paralelismo con la Historia. Tras dos siglos de emancipación, seguimos siendo esclavos de verdades sesgadas, imparciales, novelescas, cuando no falsas. Y no hablamos solamente de interpretaciones históricas en base a tal o cual hecho, que podrían devenir en encarnizados debates de naftalina, sino de los hechos mismos.

Y es que, increíblemente, los libros de historia latinoamericana se encuentran plagados de datos falsos, fruto de la constante reiteración de "verdades” que no son tales y que nos condenan, por ejemplo, a conmemorar días en los que no pasó nada, a repetir desde nuestra niñez, cual estrofas inamovibles, versos de falacias o, lo que puede ser peor, a no saber.

El avance tecnológico, que podría significar un acceso ilimitado que nos ayude a desempañar la humedad que enturbia el conocimiento, parece ocupar el rol de un nuevo canal para enmohecerlo. Una amplia mayoría de pseudoinvestigadores se han transformado en maestros del "copiar-pegar” y, así, nuevos libros pululan con sus estrategias de marketing por un espacio en nuestra biblioteca, pero en su interior sólo han logrado blanquear las amarillentas páginas de viejas verdades que no son tales.

Y, del otro lado, esos hombres y mujeres que me cruzo en pequeñas bibliotecas olvidadas, en añosas iglesias, aquellos que revuelven archivos y son capaces de gozar hasta la incontinencia cuando, luego de luchar durante horas contra la borroneada historia yacente en húmedas páginas, encuentran aquello que han buscado por días…, o por décadas.

Aunque, a confesión de partes, debo aceptar que este artículo presenta un título demasiado rimbombante, ostentoso, pero con el único fin de atraparlo para que me preste cinco minutos de su existencia que espero no defraudar.

Una historia conocida

Debe ser bien conocida por ustedes la figura de María Joaquina Costas Gandarias, aquella mujer potosina que a la llegada de Simón Bolívar, en 1825, le susurró en sus oídos la advertencia que le salvó la vida.

Trazando un caprichoso paralelismo pseudocientífico, podríamos equiparar su figura con aquel sargento Cabral que en pleno combate interpuso su humanidad para salvar la vida de José de San Martín, ofrendando la suya. Y como la historia oficial necesita de héroes de bronce, en Argentina nos hemos ocupado durante siglos en repetir su hazaña, en cantarle himnos y, en correspondencia a esto, en blanquearle su piel morena. No sea cosa que nuestros hijos sospechen que el Libertador le debió su vida a un pobre negro.

Yendo a lo que nos atañe, María Joaquina Costas Gandarias, la veinteañera amante de Bolívar, la infiel esposa de Hilarión de la Quintana, la madre del Pepe Costas, no era María Joaquina Costas Gandarias, ni era veinteañera y, probablemente, ni siquiera haya sido una infiel esposa.

Hilarión de la Quintana, militar de toda la vida, que supo participar en la defensa ante las invasiones inglesas producidas en Buenos Aires y la Banda Oriental, contribuir en las luchas de la Revolución y ocupar puestos ejecutivos en Salta y Tucumán, tenía una mujer: María del Tránsito Aoiz. Con ella tuvo al menos cinco hijos, cuatro de los cuales formaron familia teniendo descendencia hasta nuestros días. Estando en Tucumán por 1816 es cuando conoció a María Joaquina, que por ese entonces tenía 22 años. Él, nacido en Maldonado, era 20 años mayor.

María Joaquina

María Joaquina nació en Potosí por 1794. Ella fue el fruto de un francés y de una potosina: Pedro Costas Bras y Manuela Morando Almendras. Ellos se casaron en la misma Potosí el 11 de mayo de 1793, donde Pedro (hijo de Claudio Costas y Frian Bras) había llegado hacía un año. Ella era hija de Joseph Morando y Josefa Almendras.

Por ende, María Joaquina Costas Gandarias es, en realidad, María Joaquina Costas Morando y, para 1825, tendría unos 31 años.

Cuando Hilarión de la Quintana se incorporó en 1817 al Ejército de los Andes, María Joaquina estaba con él. Y entre batalla y batalla procrearon un hijo al que llamaron Felipe Hilarión de la Quintana, bautizándolo en la ciudad de Mendoza el 15 de mayo de 1818. El pequeño había nacido dos semanas antes.

Menos de un año después, por marzo de 1819, ya finalizada la campaña libertadora en Chile, el ejército sanmartiniano se encuentra realizando los preparativos para dirigirse al Perú.

Recordemos a esta altura que Hilarión de la Quintana y San Martín eran parientes: el primero era el tío de Remedios de Escalada, la esposa del segundo. Es en aquel tiempo cuando ambos hombres, encontrándose en Mendoza y viendo lo álgido de la empresa que les aguardaba, toman una decisión: San Martín despide a su esposa y a su pequeña Mercedes de tan solo dos años, enviándolas en un carruaje a Buenos Aires. Quintana hace lo mismo con María Joaquina y el pequeño Felipe Hilarión, enviándolos a Charcas, donde se encontraba la familia de ella. Seguramente nunca más volvieron a verse.

Y es por eso que, cuando en 1825 ella tiene su fugaz romance con Simón Bolívar era, lo que llamaríamos en estos tiempos modernos, una mujer libre. Habían pasado seis años desde su partida de Mendoza. Hilarión había regresado por 1820 a Buenos Aires y rehizo su vida.

No hemos encontrado documento alguno donde hiciese mención a su hijo mendocino, ni siquiera a la madre del mismo. Retomó su vida y ya, alejado de los campos de batalla, conoció a una nueva mujer, Encarnación Álvares, con la que tendría dos hijas: Ortensia Estefanía y Sulpicia; ambas contraerán matrimonio conociéndose descendencia de la última.

¿Y qué fue de la vida del niño mendocino? Ocho años mayor que su hermanastro José Costas, seguramente, se habrán conocido. Pero eso es especulación. Si sabemos que Hilarión (obvió su primer nombre, adoptando para sí el de su padre) contrajo matrimonio en Arequipa el 23 de enero de 1843 con Manuela Corzo, una quinceañera nacida allí, hija de Melchor Corzo y Manuela Recabarren.

El matrimonio dio al menos dos hijos, Felipe Florentino Hilarión, nacido en la misma Arequipa el 10 de marzo de 1846 y Julio César, bautizado en la parroquia de San Miguel Arcángel, en Sucre, el 14 de enero de 1851.

¿Qué fue de la vida de ellos? Ignorados, como su padre, por la historia oficial, seguramente esperan que algún soplo avezado de algún amante de la verdad se apreste a desempolvar las páginas de sus vidas.



Todo un descubrimiento

Juan José Toro Montoya

Guillermo Carlos Delgado Jordán es un historiador argentino, egresado del Instituto Superior del Profesorado de Buenos Aires, que, a fuerza de investigar, se ha especializado en genealogía, particularmente la de los ancestros navarros y vascos en el Río de la Plata.

Tuve la suerte de contactarlo mientras investigaba la vida de María Joaquina Costas, la mujer con la que Simón Bolívar tuvo un conocido romance en Potosí, en 1825, y con la que habría tenido un hijo cuyos descendientes se reunieron en la Villa Imperial el 27 de marzo de 2014 con el fin de legalizar su filiación con el Libertador.
Durante años, la familia Costas intentó establecer la filiación de María Joaquina sin conseguirlo.

Por las referencias históricas creyeron que el apellido materno de su célebre antepasada era Gandarías, ya que su tío, que participó en la conjura para asesinar a Bolívar, llevaba ese nombre.

En sus investigaciones, Delgado logró armar el árbol genealógico de Hilarión Josef de la Quintana Aoiz, el supuesto esposo de María Joaquina, y descubrió no sólo el presunto matrimonio con la potosina, sino la existencia de un hijo en común. Además, logró lo que ningún historiador boliviano: establecer la filiación de la amante del Libertador.

En este artículo, Guillermo resume los resultados de sus investigaciones, que forman parte de un trabajo académico que será entregado a los descendientes de María Joaquina, y expone todas las novedades al respecto. Es, por tanto, esclarecedor y llena varios vacíos de nuestra historia.

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