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martes, 19 de septiembre de 2017

El mito que persigue al Imperio español ¿Cuánto oro y plata se extrajo de América?

A principios del siglo XVII, un economista del periodo afirmó que la decadencia del Imperio español se debía al progresivo abandono de “las operaciones virtuosas de los oficios, los tratos, la labranza y la crianza” por parte del pueblo. La fiebre del oro (más bien plata) consumió a los españoles, disparó los precios y destruyó el tejido productivo de Castilla.



Desde el primer contacto de Cristóbal Colón con la población de lo que él consideraba una isla de Asia, pero en verdad era un Nuevo Continente, los Reyes Católicos ordenaron evangelizar cuantos antes a los indígenas y no usar la violencia con ellos. Frente al hambriento afán por el oro de los conquistadores, desde la Corte de los Reyes Católicos se preocuparon repetidas veces porque aquellos nuevos territorios fueran una prolongación de Castilla en ultramar, y no unas colonias a las que explotar hasta la última gota. Y aunque en ocasiones se impuso la sed de oro, la creación de cientos de ciudades, catedrales, universidades, caminos e incluso hospitales (entre 1500 y 1550, se levantaron unos 25 hospitales grandes y un número mayor de pequeños) demostró que para la Corona aquel continente, aquella empresa atlántica, iba más allá de intereses económicos o comerciales.

El descubrimiento de importantes minas de metales preciosos en América vertebró el crecimiento de estas ciudades y terminó por convertirse en un importante flujo de riqueza para Castilla. O más bien para las guerras que mantenía en Europa la dinastía de los Habsburgo, que aprovecharon la débil posición de las Cortes castellanas tras la Guerra de las Comunidades para aumentar la presión fiscal en este reino. Pocos kilos del oro y la plata que atracaban en Sevilla procedente de América se invertía realmente en Castilla. A veces ni siquiera llegaba a pisar territorio ibérico.

LAS PRIMERAS FUENTES DE RIQUEZA

Al principio del Descubrimiento, la institución de la encomienda fue una forma de canalizar la ambición de los conquistadores por crear un sistema feudal en América y la primera gran fuente de beneficios para la Corona y los nuevos terratenientes. Como explica el libro “La empresa de América: los hombres que conquistaron imperios y gestaron naciones” (EDAF), el proceso consistía en “encomendar” a un grupo de indígenas a un conquistador, un encomendero, co-

mo si se tratara de un vasallaje pero sin cesión de tierras. Todo indígena varón entre los 18 y 50 años de edad era considerado tributario, lo que significaba que estaba obligado a pagar un tributo al Rey en su condición de “vasallo libre” de la Corona castellana o, en su defecto, al encomendero que ejercía este derecho en nombre del Monarca. Las encomiendas, no en vano, eran una cesión de los Reyes Católicos a cambio de que los conquistadores corrieran con los gastos de la evangelización: debían pagar, entre otros pagos, el hospedaje del cura doctrinero.

La codicia de los conquistadores dio lugar en su origen a numerosos abusos, pero conforme la Corona española fue ganando fuerza institucional en el Nuevo Mundo, fue posible ejercer un mayor control sobre los encomenderos más excesivos. Con el paso de los años, las encomiendas perdieron su papel en la colonización y cómo fuente de beneficios.

Junto a las encomiendas la primera gran fuente de ingresos de los conquistadores en esta fase fueron los botines de guerra, los sa-queos a poblaciones prehispánicas y las expediciones en busca de tesoros fabulosos que inflaban la imaginación de aquellos hombres procedentes en su mayoría de Extremadura y Andalu-cía. En su origen bastaba con el trueque de oro a cambio de objetos europeos, pero más pronto que tarde llegaron los saqueos. Con la caída de los grandes imperios se pasó a la explotación minera, primero con el lavado del metal procedente de las arenas de los ríos, y luego con el establecimiento de enormes yacimientos de oro y plata.

El oro fue el protagonista de los primeros años de la conquista, viviendo su punto álgido entre 1550 y 1560, coincidiendo con un periodo de gran escasez de este mineral en Europa. Pero pronto el oro fue sustituido por el verdadero “Dorado” de América: las minas de plata. La expresión “va-le un Perú o un Potosí” hace referencia a que fue en esta región donde estaba una de las minas más emblemática y productiva. En 1545 se inició la explotación de estos yacimientos de plata en el Alto Perú (hoy Bolivia), siendo el año cero del boom en la extracción de este material.

La población indígena ya había explotado en pequeña escala la mayoría de estas minas de metal. Los españoles incluso copiaron de los indígenas en un principio la precaria técnica para purificar esta plata, puesto que se necesitaba mezclar con otras sustancias la plata pura antes de retirarla. El método de la “huaira” consistía en introducir en unos hornos la plata pura para que se derritiera por el fuego y saliera purificada. Así y todo, el sistema hacía que se perdiera parte del material y conforme se agotaba la plata de superficie se hacían necesarias técnicas más avanzadas.

Desde México, donde estaban las también fructíferas minas de Zacatecas, se exportó al Virreinato de Perú la técnica del azogue (el nombre antiguo del elemento químico mercurio), que requería moler previamente la plata para que, una vez hecha polvo, fuera absorbido por el mercurio. Más tarde se separaba el mercurio de la plata para obtener su pureza. El método era mucho más efectivo, tres veces más productivo que la huaira peruana, y, además, se vio beneficiado por el descubrimiento de unas mi-nas de azogue en Huancavelica por aquellas mismas fechas.

La producción de plata se disparó a partir de la generalización en el uso de mercurio. La extracción era laboriosa y además este proceso de mezcla también requería mucha mano de obra. Ante la demanda de más mineros se establecieron las normas para el trabajo de los indígenas en estas minas. El virrey Francisco de Toledo generalizó en la década de 1570 el sistema de la mita, que se fundamentaba en la creación de turnos de trabajo obligatorio entre la población indígena para labores mineras. Lo que condicionó, a su vez, el rendimiento en la explotación de las minas de plata a los cambios demográficos. Sin ir más lejos, una gran epidemia en 1576 acabó en Nueva España con cerca del 50% de la población, según estima John Lynch en su obra “Los Austrias”, y provocó de golpe una caí-da del 35% en las remesas de metales.

LOS GASTOS TRAEN DEUDAS, INCLUSO CON PLATA

El mito de que España fue la gran beneficiada de esta explotación minera tiene muchos matices. La llegada de grandes remesas de oro y plata a los puertos castellanos disparó la inflación en la Península (en 1600 los precios estaban en un nivel cuatro veces superior a los de 1501) y destruyó el tejido productivo, puesto que los españoles básicamente exportaban materias primas e importaban productos manufacturados. “El no haber dinero, oro ni plata en España es por haberlo y el no ser rica es por serlo”, planteaba con acierto González de Cellorigo. Este economista señalaba a principios del XVII que la decadencia se debía al abandono de “las operaciones virtuosas de los oficios, los tratos, la labranza y la crianza” por parte del pueblo.

A su vez, una quinta parte de los metales que llegaban estaba reservada para la Corona castellana, que bajo la soberanía de la dinastía de los Austrias la invertía casi en su totalidad en financiar las guerras europeas del Imperio español, que no siempre coincidían con los intereses castellanos. Coincidiendo con el momento de mayores envíos de plata, el Imperio español destinó 7.063.000 millones de ducados (El Monasterio del Escorial costó 6,5 millones) para el mantenimiento de su flota mediterránea y 11.692.000 para el Ejército de Flandes entre 1571 y 1577.

La plata y los elevados impuestos en Castilla no cubrían los enormes gastos militares, por lo que Carlos V y Felipe II tuvieron que recurrir a la emisión de deuda pública y a los grandes banqueros genoveses y alemanes con el fin de mantener aquella maquinaria bélica. Los juros y préstamos se hicieron habituales, hasta el punto de que buena parte de la riqueza castellana quedó en manos extranjeras. En este sentido, las Cortes Castellanas (atadas de pies y manos desde la Guerra de las Comunidades) se quejaban con frecuencia de que la salida constante de metales preciosos, “como si fuéramos in-dios”, estaba empobreciendo el país y había convertido a Castilla en “las Indias de otros países”. Y si bien Felipe II trató de cumplir con sus compromisos, la escandalosa deuda le obligó a suspender pagos por primera vez en 1557, a la que siguieron dos suspensiones de pagos más en 1577 y en 1597.

LA DECADENCIA DE LA PENÍNSULA IMPULSA A PERÚ

Tras un crecimiento récord durante todo el reinado de Felipe II, los años finales del siglo XVI mostraron los primeros síntomas de agotamiento en la explotación de plata. Entre 1604 y 1605 la disminución de las remesas de metales se sintió con fuerza, arrastrando este problema hasta 1650. Esta contracción no era debida a que las minas se hubieran secado de golpe (las remesas seguían siendo gigantes), sino a que la crisis castellana, con su caída demográfica, sus derrotas militares, el aumento del coste de las defensas americanas y sus problemas económicos, terminó por afectar al engranaje perfecto que había sido hasta entonces la Carrera de Indias. En 1628, el escuadrón del neerlandés Piet Heyn capturó la flota de plata de Nueva España en el puerto cubano de Matanzas, sin que apenas mediara resistencia. Felipe IV lamentó el resto de su vida un golpe de tal envergadura a lo que se consideraba un sistema de transporte infalible:

“Os aseguro que siempre que hablo del de-sastre se me revuelve la sangre en las venas, no por la pérdida de la hacienda, sino por la reputación que perdimos los españoles en aquella infame retirada, causada de miedo y codicia”.

El punto de no retorno estaba cerca. A partir de estas fechas, las remesas de plata siguieron llegando con abundancia a España, pero solo un porcentaje mínimo acababa ya en Castilla, siendo su auténtico destino los grandes puertos europeos y el Lejano Oriente a través del intercambio comercial con Manila. Asimismo, como señala John Lynch, “una importante cantidad de plata permanecía en América, donde el proceso histórico era más de transformación que de hundimiento”. Las colonias alimentaban cada vez más el co-mercio propio, de tal modo que el capital se quedaba allí, tanto a través de inversiones privadas como públicas.

A partir de 1640, fueron muchos los mercaderes españoles que invertían sus metales preciosos en América, sobre todo en Perú, en vez de arriesgarse a que fueran confiscados en España o se perdieran en el viaje. Este capital fue la base para la transformación de las ciudades en la era posterior a la minería.

La recesión minera de Perú tardó más que la de México y fue menos dura. Pero en ambos casos el ocaso se produjo por el aumento de los costes de explotación, dado el agotamiento de los filones más accesibles. La plata extraída en niveles más inferiores requería, a su vez, una técnica de mezcla aún más costosa. El descubrimiento en 1608 de grandes filones en Oruro compensó el agotamiento de Potosí, así como otros hallazgos similares, aunque no evitó que las minas se situaran irremediablemente en un segundo pla-no económico.

El crecimiento de las ciudades trajo a su vez una diversificación de actividades y una reorientación económica. Cuando llegó a su fin el primer ciclo minero, México se reorientó a la agricultura y la ganadería y comenzó a autoabastecerse con productos manufacturados. Perú tar-dó más en diversificar su actividad, pero cuando absorbió los beneficios de su propia actividad minera los invirtió en crear una red de comercio intercolonial que era independiente de la metrópoli. De alguna forma, la recesión de la Península supuso el despegue de América.

César Cervera

FUENTE: ABC - HISTORIA

*La información del gráfico de las remesas de metales es del libro “Historia de Castilla: de Atapuerca a Fuensaldaña” (La Esfera de los Libros).

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