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miércoles, 28 de diciembre de 2016

La caída de un imperio

La lucha había sido feroz, los guerreros pelearon sin darse ni pedirse cuartel. Los ejércitos de Huayna Cápac, Sapa Inca que dominaba la gran extensión del Tahuantinsuyo, en la vasta zona peruana (que por el sur había llegado a las orillas verdes del río Maule, en Chile y por el oriente se extendía hasta la cuenca del Amazonas) consideraban un peligro la existencia del reino de Quito, dominado por los Cara, indígenas duros y bravos en la pelea. Y que, si los dejaban ocupar más tierras podían incluso un día llegar a enfrentarse al imperio de los Incas.

Por eso Huayna Cápac había resuelto jugarse la carta decisiva con astucia, poniendo en juego las armas, aunque al mismo tiempo valiéndose de la inteligencia para dominar al enemigo.

La campaña de los ejércitos incas, aunque feroz y sangrienta, no fue larga, pues eran numéricamente muy superiores a los guerreros del Scyri de Quito. La estrategia decidida por el inca fue la de cercar las fortalezas de los caras una a una, y llegar a un acuerdo con cada uno de sus jefes. Así fue desmembrando el reino de Quito, rompiendo su unidad y reduciéndolo a la obediencia. El último baluarte que se rindió fue la propia capital del reino y sede de su rey, el Scyri de Quito.

Durante la ceremonia de la rendición oficial, estaban presentes los dos jefes, el vencedor y el vencido, el Sapa Inca Huayna Cápac, y el Scyri de Quito, y también sus familias en el esplendor de la corte incaica. Deslumbraban los adornos de oro y plata y los colores de las vestiduras. Pero los ojos del joven Huayna Cápac no estaban atraídos por esos esplendores, sino por la fulguración de la mirada de una de las hijas del rey, que brillaba más que las estrellas.

Terminada la ceremonia, el Inca Huayna se asomó a una terraza del palacio, perdida la mirada en el terciopelo negro de la noche. Absorto en la contemplación, no notó que la hija del Scyri de Quito, la joven y bella Paccha, se había acercado a él.

–¿Qué miras?-, le preguntó.

El se volvió hacia ella, contemplándola fija-mente unos instantes, para contestarle:

–Las estrellas.

–¿Y qué tienen de nuevo? ¿No las ves todas las noches?

–No. Para mi tienen un significado que nunca antes había notado. Brillan con la misma dulzura y la misma intensidad con que brillan tus ojos, que no había visto hasta hoy. Si el oro es el sudor del sol, como decimos, y la plata son lágrimas de la luna, tu sangre es el fuego que está encendiendo mi corazón. . .

Y el diálogo siguió hasta el amanecer, cuando se apagaron las estrellas.

Huayna Cápac tenía su esposa mayor que le había dado un hijo, Huáscar. Pero el Inca quedó prendido de aquellos ojos como estrellas llega-dos del altiplano quiteño y la hizo también su esposa joven. Al poco, de este enlace de amor nacía un hijo a quien pusieron el nombre de Atahualpa, quien heredó la belleza de la madre y la inteligencia del padre.

Era natural que la princesa, madre al fin, destacara ante los ojos de su esposo las excelencias del hijo. Y así el joven Atahualpa fue criado junto con sus hermanos, entre ellos el propio Huáscar quien por las leyes incaicas habría de heredar el trono del padre, ya que se le consideraba de origen divino.

Pero Atahualpa era, como su madre, irresistible. Y conquistó a fondo el corazón de su padre quien, a su muerte, no dejó la totalidad del imperio inca a quien parecía por el destino indicado para sucederle, sino que dividió en dos el territorio, dejando el antiguo imperio del Tahuantinsuyo al Sapa Inca Huáscar, y el viejo reino de los Cara al otro hijo, al hijo de la princesa de Quito, Atahualpa.

No tardó en llegar el día en que la ambición del astuto rey de Cara, Atahualpa, y la convicción de su hermano Sapa, Inca Huáscar, de que todo el reino debía pertenecerle por derecho divino y se encendió la chispa de la discordia.

En el primer encuentro, el Sapa Inca Huáscar llevó la ventaja e hizo prisionero a su hermanastro. Pero las cadenas de la prisión no fueron tan duras para que no pudiera escapar ayudado por su madre, la princesa de Quito.

Magnífico organizador, logró reunir el ejército del antiguo reino de Quito, que se puso bajo las órdenes de dos brillantes generales. Y comenzó la lucha decisiva entre los dos hijos del Sapa Inca Huayna Cápac.

Aunque numéricamente inferior, el ejército de Atahualpa tenía mayor movilidad que el de Huáscar, y poco a poco fue penetrando el terri-torio de Tahuantinsuyo hacia el sur. Y las fuer-zas del Inca, atacadas hoy por un lado y al día siguiente por el opuesto, no pudieron resistir el empuje de Atahualpa. El Inca ante el avance del ahora enemigo, abandonó la capital de Cusco y al poco tiempo fue capturado por su hermano, quien se proclamó a sí mismo, el Sapa Inca del Perú, mientras el verdadero Inca, el destinado por ley divina a regir el imperio, estaba reduci-do a la prisión en una habitación de gruesos muros de piedra, de la que era imposible de escapar.

Al poco tiempo llegó a Atahualpa la noticia inquietante: unas gentes extrañas habían de-sembarcado en la costa; venían en grandes navíos con alas blancas como las aves; los extraños tenían el rostro muy blanco, poblado de negra barba; muchos de ellos vestían pecheras de metal que las flechas no podían traspasar; otros montaban en lomos de ani-males gigantes, que escupían fuego, y cuando corrían traspasaban los escudos y defensas de los incas con unas lanzas muy afiladas y brillantes; otros llevaban unos tubos cortos que lanzaban rayos de fuego y mataban a distan-cia. . . ¿Eran aquellos seres tan extraños los enviados por el dios Viracocha para rescatar el imperio de los Incas de manos del usurpador?

Los conquistadores españoles acababan de poner pie en las tierras peruanas. Se avecina-ba así el fin del dominio incaico, dividido por las luchas entre hermanos, división que los espa-ñoles supieron aprovechar, para vencer a los que no respetaron las leyes divinas del Imperio.

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