No se sabe a punto fijo cuántas fueron; hay quien habla de cinco o seis, esto es, de cinco o seis mudanzas de posición política efectuadas en el transcurso de poco tiempo por el tristemente afamado brigadier José Ma-
nuel de Goyeneche, conde de Huaqui.
En algunas historias publicadas la condenación de Goyeneche suele ser menos violenta; pero no parece posible que haya bencina suficiente para lavar su casaca fernandina, española, antiamericana, de toda la sangre que la mancha. Es verdad que no fue el único responsable de la tremenda represión de la revolución paceña de 1809. Fue americano, arequipeño, y su crueldad y dureza en la dicha represión aparecieron al criterio de los patriotas dobladas por la traición.
No fue tampoco el único americano que tomó las armas por el rey; su acción fue, empero, de-masiado destacada para que su recuerdo se perdiese paulatinamente, hasta la extinción, en la memoria de las gentes.
En 1811, ya no fue vencedor tan implacable como dos años antes, y Pueyrredón podía llamarle “amigo de mi corazón”. El mismo Goyene-che se jactó de haber enjugado con sus propios pañuelos la sangre de los heridos patriotas, y se indignó de que en Buenos Aires se le llamase monstruo americano, por considerar injusto el calificativo; todo fue y sigue siendo inútil: el monstruo americano tendrá, a lo que parece, perdurable existencia en la historia de la guerra de la Independencia.
En lo que mira a las casacas, al margen de Goyeneche, personaje histórico hubo que se puso, además, la portuguesa y la brasileña, y si no tiene estatua, es posible que la tenga; pero nadie lo recuerda, y tal vez es mejor; mas Goye-neche, fuera del nefando delito de ser americano, verdugo de americanos, tuvo para algunos historiadores bolivianos, René Moreno, por ejemplo, el pecado capital de haber invadido el Alto Perú con soldados bajoperuanos, y para otros, como el señor Groussac, tiene tantos y tan diversos que ni su amistad con Liniers le salva.
Casi todos los historiadores americanos aseguran que Goyeneche recibió en Madrid instrucciones de Murat para venir a América a predicar la cruzada francesa, bonapartista, y que con las credenciales del gran duque de Berg en el bolsillo fue a Sevilla a pedir la representación de la Junta Supre-ma de España e Indias.
Murat, sabedor de la importancia que los españoles daban a la conservación de las colonias, escribió a Napoleón el 25 de mayo: “Todo el mundo se ofrecía para ir allá (a las colonias) para inducirlas a permanecer fieles a la metrópoli”; es posible, y aun probable, que Goyeneche fuese uno de los que se ofrecieron, y que se le diesen las credenciales pertinentes; pero los documentos faltan, no se ha dado con ninguno que alegar como prueba irrecusable de la acusación.
En cuanto a la acusación misma, no es, a la verdad, de mucho valor, por cuanto no sólo Goyeneche sino la inmensa ma-yoría de los españoles y de los americanos residentes en la península, empezando por los altos cuerpos del Estado y las autoridades militares superiores, aceptaron los convenios de Bayona como legítimos, así no fuese sino para evitar mayores males, como más de uno alegó después. Nada de insólito, por lo tanto, en la actitud de Goyeneche al aceptar, o solicitar, la misión de venir a América a predicar la cruzada bonapartista. Ocu-rrió ello en mayo de 1808, y en estas materias es indispensable tener debida cuenta las fechas.
Ya tiene Goyeneche en el bolsillo la credencial muratiana; sale de Madrid, no se sabe bien si a Sevilla o a Cádiz, y cuando llega a la capital andaluza se encuentra con la novedad del levantamiento popular y la formación de la Junta Suprema, desconocedora de todo lo que en Madrid y en casi todo el resto de España ha sido aceptado. El bonapartismo de Goyeneche no resiste a la invitación que bien puede llamarse patriótica de los nuevos hechos, logra que la Junta lo nombre su representante en los Virreinatos del Perú y del Río de la Plata, para defender la causa de Fernando VII, en cuyo favor no tardarán en pronunciarse con el ma-yor entusiasmo las poblaciones de la América en-tera. No hemos logrado dar con las instrucciones secretas de la Junta a Goyeneche, que en alguna parte existirán; parece, empero, natural que la Jun-ta, en vista de la actitud de las altas corporaciones y autoridades militares de España, temiese que las de América aceptasen también los convenios de Bayona y reconociesen a José como rey, e instruyese a su enviado en el sentido de que aquí se hiciese lo que en la Península: que se organizasen Juntas de Gobierno por provincias para defender la causa del rey cautivo, tanto más necesario ello en Buenos Aires, a juicio de la Junta, cuanto que el virrey era francés.
Ya se vio que la primera casaca de Goyeneche, la bonapartista, fue, si la hubo, una casaca lógica; no menos lógica aparece la segunda, la casaca juntista o fernandista. No procedieron en otra for-ma los muchísimos súbditos de Fernando VII que fueron abandonando a José a medida que su fuerza se iba debilitando, con la circunstancia favorable, en el caso considerado, de que el abandono fue en la primera hora antes de Bailén, cuando el poder de Napoleón en España parecía invencible.
Embarcase Goyeneche con la credencial de la Junta de Sevilla, y llega a Montevideo precisamente en los días en que Elio se alzaba contra la autoridad de Liniers y pensaba formar una Junta. El delegado de Sevilla cumple las instrucciones que es de suponer traía, y aplaude la idea de formación de una Junta; mas no sin decir que la proclama de Liniers, del 15 de agosto, no estaba mala, pues el virrey no sabía lo que pasaba en España. Rendido ese cable a la otra orilla del Plata, en donde ocurrían cosas que no podía apreciar bien por lo que le decían en Montevideo, Goyeneche –y por ello también se le han hecho cargos– exalta el pa-triotismo de la población como lo habría hecho cualquiera: asegurando que Inglaterra se aliaría con España y que la victoria final de los españoles era cuestión de poco tiempo. Lo sorprendente e inexplicable habría sido que procediese en otra for-ma. Goyeneche se embarca, pues, para Buenos Aires después de haber prometido lo que no podía dejar de prometer: que propiciaría el régimen de Juntas. No lo hizo, sino todo lo contrario, y es lo que, en primer término, no le perdonan ciertos historiadores uruguayos.
Que Goyeneche fuese zonzo, es lo que nadie ha dicho; y como no era zonzo, a la primera entrevista que tuvo con Liniers y con las otras altas autoridades del Virreinato comprendió que la situación en Bue-nos Aires no era la misma que en Montevideo y se en-tendió a maravilla con el vi-rrey. Y en este punto se lle-ga, siempre haciendo versos, es decir, sin la documentación indispensable, a puntos muy interesantes. La buena inteligencia del virrey y del delegado de Sevilla aparece evidente en todas las historias, como aparece evidente que Liniers representaba las ideas y aspiraciones de los criollos, los fu-turos patriotas.
¿Por qué, entonces, no tener en cuenta esa circunstancia? Si en agosto y septiembre de 1808 la política de Goyeneche estuvo de acuerdo con la de los criollos, ello quiere decir que aquél se rindió a las razones de éstos, y de ahí, sin duda, que el deán Fu-
nes llamase a Goyeneche “leal americano que llenaba a su patria de la más dulce consolación”, co-
mo recuerda Mendiburu en un pasaje que no he-mos visto citado en las historias de esos sucesos. Si los de Montevideo quedaron descontentos e irritados con Goyeneche, y hasta intentaron hacerle daño en España, en Buenos Aires Liniers y los criollos se mostraron satisfechísimos con él, no siendo de creer que fuesen el uno y los otros tan poco perspicaces que no se diesen cuenta de que, como asegura Saguí –también haciendo versos, es decir, sin documentos– intrigaba con Alzaga y sus amigos para sacarles dinero. Y de pasada: si Goyeneche había sido reconocido como representante de la Junta de Sevilla, y la Junta reconocida como autoridad superior de España y las Indias, el gobierno de Buenos Aires estaba obligado a proporcionarle los recursos del caso para el cumplimiento de su misión. Además, si Goyeneche era rico, como todos los historiadores dicen, ¿para qué se metería en intrigas peligrosas con el fin de obtener dinero, que el comercio criollo de Buenos Aires le podía prestar sin inconveniente, antes con gus-to?
Y ya estamos en la casaca carlotina de nuestro hombre. Primera duda: ¿en dónde se puso esa ca-saca? Historiadores muy meticulosos, y otros que no lo fueron tanto, afirman que en Río de Janeiro, capital de donde Goyeneche, dicen, paró en el via-je de Cádiz a Montevideo. Hasta que René More-no habló, faltaban los documentos; pero el historiador boliviano dejó probado sin lugar a la menor duda que Goyeneche no estuvo en Río de Janeiro, y que la ca-saca carlotina la encontró y se la puso en Buenos Aires. Dijo más aun ese erudito escritor: fue Goyeneche “agente para que la carlota birlase el Virreinato a su hermano Fernando VII; pues dicho comandante (Cortés el de la “Carmen”, el buque en que Goyene-che había venido) esos días iba a Río de Janeiro a negociar, como lo hizo, esta anexión por cuenta de Li-
niers y de Goyeneche. Esto a ha sido hasta aquí ignorado por los historiadores del Río de la Plata. Tengo en este instante a la vista una carpeta de papeles de Cor-tés que así lo demuestran concluyentemente”.
Goyeneche fue, efectivamente, carlotino, tanto, que en 1812 propuso a Pueyrredón, para hacer cesar la guerra, la regencia de la Infanta. A pesar de ello, Abascal, anticarlotino notorio, le nombró presidente del Cusco y le confió las expediciones de 1809 y de 1811.
Sólo después empezó a desconfiar de él, más no precisamente por carlotino, sino por americano. Por ahora, nos limitaremos a recordar que en lo relativo a Goyeneche fue el cargo –entregarnos a los portugueses, decían– que con más insistencia le hicieron los oidores de Chuquisaca y los que con ellos estuvieron en la revolución de mayo de 1809.
Fueron esos oidores los únicos que se negaron a reconocerle como representante de la Junta de Sevilla, reconocimiento que sin inconveniente hi-cieron ambos virreyes y demás audiencias del Vi-
rreinato. A ellos se refería Pueyrredón cuando escribía a Goyeneche: “Los europeos del Tribunal de Charcas que tuvieron la insolente desvergüenza de expresar su resentimiento porque no hubiese con su honroso encargo un zapatero español, antes que un caracterizado americano”. Véase, así, que con la excepción de la Audiencia de Charcas, Go-
yeneche llenó cumplidamente el principal objeto de su misión: el reconocimiento de la Junta de Sevilla como autoridad superior en España y las Indias, misión nada fácil, dadas las circunstancias.
Los argumentos que se le hicieron en Buenos Aires para que abandonase la política juntista que había propiciado en Montevideo, debieron de ha-ber sido pues, bastante convincentes, y estuvieron de acuerdo con los propósitos posteriores de los gobernantes de España, que concluyeron por dejar que la Junta de Montevideo desapareciese del es-cenario sin hacer ruido.
No faltará por supuesto, quienes crean que lo que va escrito tiene por objeto defender a Goyene-che de los cargos que le hicieron acreedor al nada envidiable calificativo de monstruo americano. Na-
da de eso. Sólo se trata de dejar establecido que en el incidente de la casaca bonapartista no se han hecho valer documentos que prueben que tu-
vo comisión de Murat para el Río de la Plata; y que, en caso de haberla tenido, su pecado no fue más grave que el que innumerables españoles, con el único Borbón que había quedado en la Pe-
nínsula a la cabeza, cometieron al aceptar los convenios de Bayona.
De igual suerte, se ha querido señalar la inadvertencia en que incurren los que, sin documentación probatoria alguna, siguen sosteniendo que Goyeneche se puso en Río de Janeiro la casaca carlotina, siendo que se la encontró y se la puso en Buenos Aires, a donde los llamados “pliegos del Brasil” llegaron algunos días después que él, que no estuvo en 1808 en Río. La misión de Cortés y Cerdán, enviada a esa capital con el beneplácito de Liniers y probablemete de los criollos carlotinos de esos días, no ha sido tenida en cuenta por los historiadores que han escrito después de René Moreno, y de ahí el insistir en la inadvertencia.
Goyeneche, como se ha visto, seguía siendo carlotino cuando ya no quedaban, o casi no quedaban en Buenos Aires partidarios de la Infanta, y puede pensarse que no fue leal a su jefe, Abascal, cuando proponía a Pueyrredón la re-gencia de la Carlota, incidente ya recordado; más los cargos que le hicieron los oidores de Charcas pierden mucho de su valor cuando se recuerda que lo primero en que pensaron fue en ponerse de acuerdo con Elío: no querían tampoco combatir el ya inofensivo carlotismo cuanto tomar el mando político del Alto Perú, vieja inclinación de esa Au-
diencia. Naturalmente, los oidores iban contra la política de Liniers, a quien apoyaban los criollos, de manera que estos no perdieron la estimación que habían demostrado el año anterior a Goyene-che, sino cuando éste llevó a cabo la sangrienta represión de la revolución de La Paz, con que em-pezó su siniestra fama, más ennegrecida aun co-
mo consecuencia de la campaña de 1811, todo lo cual no impidió que Pueyrredón primero y Belgrano después, iniciasen con él negociaciones de arreglo, valiendo la pena recordar, respecto a las del segundo, que en los mismos días Goyeneche es-cribía a Abascal, cada vez más desconfiado, acerca de la conveniencia de una transacción con los patriotas, según lo apunta el general Mitre.
El de las casacas de Goyeneche no es, como cualquiera pueda advertirlo, asunto histórico de grande ni siquiera de mediana importancia; para los hispa-americano será siempre personaje antipático y merecedor de las más severas condenaciones; aun cuando no hubiese tenido sino una casaca, la fernandina, nuestro juicio a su respecto serían fundamentalmente el mismo. Por otra parte, la mudanza de casacas políticas fue hasta cierto punto un mal de la época, como de todas las épocas turbadas e inseguras.
Los sastres de tales casacas han debido de te-ner siempre un trabajo abrumador.
Tomado de LA NACIÓN de Buenos Aires.