Después de las guerras civiles, más de tres mil
aventureros que seguían en el virreinato exigían
retribución por sus servicios militares prestados
a la Corona, reales o imaginarios, y conformaron
grupos dispuestos a involucrarse en cualquier lance.
Surgió una gran tensión entre los poseedores
de encomiendas, denominados “instalados” y los
que tan sólo aspiraban a tenerlas por sus méritos,
llamados “pretendientes” o “pretensores”.
Como las encomiendas seguían siendo la forma
de pago esperada, la presión ejercida por estos
grupos obligaba a la Corona a multiplicar los
repartimientos. Aún así, se producía el fenómeno
de “taponamientos” (una especie de overbooking)
cuando la masa de mercedes disponible no satisfacía
la cantidad de los aspirantes.
Frente esta situación, la Corona buscó la
manera de controlar los apetitos de este grupo a
la vez vulnerable y amenazador. Por un lado, se
seguía otorgando encomiendas, desarrollando
una política de desmembramiento de las mismas
para prevenir su concentración en manos de pocas
personas. Noejovich (2009: 59) sostiene que
hubo, hacia fines del siglo XVI, un incremento de
la cantidad de las encomiendas en el virreinato
acompañado con la disminución de las tasas
“fruto de una política de moderación orientada
por la Corona”.
Por otro lado, se introdujo el sistema de “situaciones”
o “asientos”. Las “situaciones” o rentas
se concedían sobre los repartimientos vacos, es
decir sobre los que estaban temporalmente en
manos de la Corona por muerte o destitución
del usufructuario anterior. Debido a la constante
presión de los “pretendientes”, el virrey Cañete I
Andrés Hurtado de Mendoza (1556-1560) otorgó
generosamente estas “situaciones”. Sin embargo,
según Barnadas (1973), en Charcas, el monto de
estas “situaciones” sólo llegaba a 68.000 pesos.
Esta política fue profundizada el virrey conde
de Nieva, pero fue una medida temporal para la
Corona. El presidente de la Audiencia de Lima,
García de Castro (1564-1569), anuló muchas
“situaciones” y se abstuvo de conceder nuevas.
El sistema del “asiento” se utilizaba cuando
un encomendero regresaba y se instalaba en
España; se consideraba que su repartimiento
estaba vaco. La Corona establecía un contrato
con el encomendero, estipulaba la duración, el
reparto de los frutos de la encomienda, la forma
de cobro y circunstancias previsibles (muerte,
sucesión). Con la adjudicación de los “asientos”
se pretendía aliviar la presión de los pretendientes.
Sin embargo, éstos calificaron esta política
como una maniobra conjunta de la Corona y de
los encomenderos.
Consideramos que la estrategia más importante
que utilizó la Corona para paliar la tensión
era dejar a los “instalados” como a los “pretendientes”
sin base económica ni política, realizando una
paulatina y casi “natural” reincorporación de los
repartimientos al fisco. De hecho, por ejemplo, ya
entre 1553 y 1556, muchos de los repartimientos
caracara y charcas pasaron a “cabeza de Su Majestad”
es decir a la Corona. Así, a la muerte de Pedro
de Hinojosa, su encomienda en Macha, cabecera
principal de los caracara, pasó a depender de la
Corona al igual que la de Alonso de Montemayor.
Lo mismo sucedió después de la muerte del
encomendero Pablo de Meneses: su encomienda
pasó a Córdoba y a Bernardino de Meneses y luego
a la Corona. El resto de los repartimientos de la
antigua federación Charca pasaron a la Corona
hasta 1572. Platt, el al (2006) sostienen que el
hecho de que algunas de las encomiendas dejaron
de existir permitió que los mallkus negociaran con
el poder colonial, manteniendo su riqueza y poder
como señores naturales. Hacia 1575, por lo menos
23 repartimientos de Charcas, sobre 67, habían
pasado a la Corona, de acuerdo a Barnadas (1973).
La Corona apostó por establecer un mayor
control y la centralización del poder sobre los
territorios que se encontraban en el proceso de
colonización, apoyándose, además, en el aparato
burocrático del Estado y de la Iglesia. Sin embargo,
el proceso de la extinción de las encomiendas
no fue uniforme porque en La Paz se siguió dando
concesiones en épocas más tardías. Efectivamente,
en esta región los virreyes marqués de Cañete
(1556-1561) y conde de Nieva (1561-1564) distribuyeron
nuevas encomiendas para sus clientes.
En la década de 1560 se produjo la asignación de
los repartimientos vacos y aparecieron nuevas figuras o “encomenderos tardíos” cuyas mercedes
estuvieron vigentes hasta mediados del siglo XVII.
Muchos de ellos eran nobles españoles que no
radicaban en el territorio del Perú y sus encomiendas
se convirtieron en rentas monetarias. Se
observa también el proceso de transformación de
“señores de indios” a nobles rentistas, puesto que
“habían perdido la jurisdicción en primera instancia
a manos de los corregidores; pero siguieron
cobrando, en mano propia o por sus apoderados,
las rentas ya absolutamente monetizadas (Morrone,
2012). Este fenómeno puede ser considerado
como otra maniobra de la Corona para extinguir
el grupo encomendero en el Perú.
Otro mecanismo para limitar el poder de
los encomenderos fue el debilitamiento y la
disolución del vínculo personal entre los indios
y el encomendero. Desde 1555, se impidió que
los encomenderos vivieran entre los encomendados,
aunque en el pasado, era obligatorio que
establecieran su residencia entre los indios. Este
fue un paso arriesgado para la Corona, puesto que
enormes espacios se quedaron sin representantes
del Estado y se confirió el poder político a los
religiosos, “teniendo nuevamente que confundir
el poder religioso con el político al delegar
(inversamente de lo que había sucedido con los
encomenderos), la autoridad judicial a evangelizadores
que, en muchos casos, se apropiaron por
dos décadas de forma plena y ostentosa de esa
prerrogativa” (Estenssoro, 2003: 41).
Sin embargo, según Schramm, la mayoría
de encomenderos residía en La Plata y tan solo
algunos mantenían contactos frecuentes con los
indígenas, confiriendo esta obligación a sus representantes,
apoderados o a la servidumbre, es
decir “la gente pequeña”.
De manera que, los indígenas conocían la civilización
española sobre todo a través de los niveles
sociales inferiores de la sociedad colonial y las
primeras influencia importantes que cambiarían
su propia cultura provenían, más que todo, de
la cultura española popular y no tanto de la alta
sociedad (Schramm, 2012: 55).
Este fenómeno dio pie a que algunos de estos
antiguos administradores de los encomenderos se
convirtieran en propietarios de tierras de ganado,
haciendo a veces competencia a sus antiguos
amos. Estas iniciativas encontraron apoyo por
parte de la Corona que empezaba a promover
la política de colonización. En el Perú, el virrey
Márquez de Cañete I (1556-1561) concedió tierras
a muchos españoles mientras que el propio
Felipe II, desde España, impulsó el repartimiento
de tierras a los agricultores españoles con el
fin de la extender la colonización y mermar el
poder de los encomenderos. Los soldados que
se quedaron sin amos y sin ocupación después
de que terminaron las acciones bélicas, así
como los pretendientes, los nuevos migrantes
de la península, resultaron favorecidos por esta
política. Como observó Assadourian (1983), los
chacareros o dueños de las chácaras (pequeñas
propiedades) junto con los mineros, constituyeron
el pilar fundamental del Estado colonial.
La formación de este nuevo grupo social de
“pobladores” se convirtió en el contrapeso al
poder de los encomenderos.
En 1565, el establecimiento de los corregidores
de indios por parte del gobernador Licenciado
García de Castro significó un nuevo avance del
poder central sobre los encomenderos, puesto que
se logró disminuir su poder. Los corregidores -en
calidad de empleados asalariados de la Coronaya
estaban enviando desde sus jurisdicciones las
cantidades requeridas de mitayos hacia Potosí en
lugar de los encomenderos que dependían de éstos
mismos trabajadores para su sustento. Un nuevo
modelo económico requería un nuevo modelo
político. En este nuevo esquema, los corregidores
y la recién creada Audiencia Real de La Plata
pasaron a ejercer el papel que la política colonial
les había asignado en materia administrativa.