Los sucesos políticos del 10 de agosto de ese año en contra del Gobierno no alteraron el orden público en la Repú-blica, pero determinaron una ominosa y funesta dictadura.
El presidente José María Linares desde aquel momento se convirtió en un tirano que sojuzgó al país con mano férrea y cruel; apenas extinguido el motín, mandó tomar presas a más de 300 personas de ambos sexos en sólo la ciudad de La Paz. Entre los presos hallábanse como principales sindicados 5 militares y un religioso franciscano; había unas 30 mujeres, mu-chas de las cuales fueron encerradas en la prisión con sus hijas y con niños de pecho. Por último, había algunos frailes y sacerdotes, entre ellos los canónigos, los padres recoletos, mercedario y un franciscano.
Se organizó un consejo de Guerra para juzgar a los presos y sindicados. Por sentencia del 30 de agosto el Consejo condenó a sufrir la pena de muerte al religioso franciscano Juan Manuel Pórcel, al mayor de Ejército José María Blanco, al teniente Rafael Clinger, a los sargentos Salvatierra y Calero y otros 10 militares más entre oficiales y soldados.
EL APARATO MILITAR EN LA PLAZA
El 31 de agosto de 1858 el Ministerio de Guerra dictó una orden general disponiendo que al día siguiente todos los cuerpos del Ejército, militares en servicio, en plaza, francos, etc., concurriesen a presenciar la ejecución de los reos políticos, debiendo acudir a sus puestos al primer toque de llamada.
La hora para la ejecución se señaló a las diez de la mañana; pero el toque de llamada hizo saltar a todos de sus lechos antes de que el día aclare. A las cinco de la mañana, el Ejército estaba formado en la plaza. Los batallones 1° y 2°, al mando de los jefes Nicanor Flores y Plácido Yáñez formaron en cuatro bocacalles de la plaza, emplazando un cañón en cada esquina. La columna municipal y el escuadrón Húsares estaban apostados en partidas de 25 hombres a dos cuadras de la plaza a la redonda. Completaba este aparato militar el escuadrón Bolívar que a caballo y en partidas de 10 ó 15 hombres hacía el servicio de patrullas en toda la ciudad.
En esa actitud de campaña permaneció el Ejército desde el amanecer; reinaba profundo silencio en las filas y parecía que la tristeza o el terror embargaban todos los ánimos: cuando el vecindario de La Paz despertó aquella mañana, se encontró con la ciudad convertida en un campamento militar, y la plaza en un reducto como para defenderse de un ataque enemigo.
En la puerta del Loreto se levantaron seis patíbulos de adobes, distantes uno de otro como a una vara.
LA DEGRADACIÓN DEL PADRE JUAN MANUEL PÓRCEL
A las ocho de la mañana, el padre Pórcel fue sacado de su prisión de las Cajas (hoy policía principal) y conducido al palacio episcopal. Iba a la cabeza del séquito el fiscal Pedro Fernández Cueto, de gran uniforme, acompañado de tres ayudantes. Seguía un piquete de soldados y después el padre Pórcel, en medio de tres religiosos franciscanos; cerraba la marcha otro piquete de soldados.
Cuando este séquito llegó a la casa del obispo, ya estaba allí todo preparado y dispuesto para la afrentosa ceremonia; el ca-bildo eclesiástico y todo el clero secular y regular acompañaban al prelado. Con los ojos arrasados de lágrimas y en medio del llanto de todos los circunstantes el prelado procedió al acto de la degradación, habiéndose visto obligado a interrumpirlo en va-rias ocasiones por el desfallecimiento de su espíritu, y también porque al padre Pórcel le llegó a faltar la voluntad, la energía, la vida, era una masa inerme, un ser inconsciente...
Mientras en el palacio episcopal se desarrollaban estas tres escenas, en las torres de las iglesias de la ciudad, las campanas tocaban plegarias; aquel fúnebre tañido señal de la degradación. La ceremonia, intencionalmente prolongada, no terminó sino a las 11 de la mañana, hora en que el reo, vestido ya de civil, fue vuelto a la Policía, en medio del mismo aparato militar con que había sido llevado.
EL VÍA CRUCIS DE LOS REOS
Hacía ya más de siete horas que el Ejército en formación esperaba la hora de las ejecuciones. Por fin el corneta de órdenes del jefe de la línea tocó firmes y atención. Un sordo murmullo, causado por la emoción, se produjo en las filas, siguiendo luego un profundo silencio interrumpido sólo por los golpes lentos y lúgubres de un tambor destemplado. El fúnebre séquito salió de las Cajas. En primer término caminaba Pórcel, cubierto su cuerpo con un capote de soldado, y en medio de dos oficiales.
Seguían Blanco y Clinger, y en segunda fila los sargentos Salvatierra y Calero. Ca-
da reo iba apoyado de un sacerdote y la comitiva marchaba al centro de un castillo erizado de bayonetas. Después de una marcha lenta, acompasada por los golpes del tambor, los reos llegaron a la puerta del Loreto. En el primer banquillo fue sentado Blanco, en el segundo Pórcel, en el si-guiente, Clinger y en los últimos los sargentos. Cuando el otro reo, Manuel Pacheco, iba a ocupar su puesto, un edecán fue a comunicar que se suspendiese su ejecución.
LA EJECUCIÓN
Calló el tambor y en medio del silencio más profundo, interrumpido sólo por las oraciones de los sacerdotes, avanzó cautelosamente un pelotón de 20 hombres, del batallón 2°, con las armas bajas y preparadas. A diez pasos de distancia de los reos, hicieron alto. A su derecha y de costado a los patíbulos se colocó el fiscal Fernández Cueto, frente a éste y a la izquierda de los tiradores, el oficial Rodríguez, que mandaba la ejecución.
Eran las 12 y 10 del día. A una seña del fiscal, el oficial levantó el sable y quince bocas de fuego apuntaron a los cinco pe-chos que servían de blanco. El aliento, la vida de los centenares de espectadores estaban paralizados; todas las miradas es-taban fijas en aquella espada terrible; la atención estaba reconcentrada en el grupo de reos y ejecutadores que formaban el centro siniestro del sombrío cuadro.
Bajó el sable... sonó la descarga. Un grito ahogado, algo como un gran rugido, como un eco de queja, en protesta, siguió a la descarga. Un segundo después, y cuando el humo de la pólvora aún no se había disipado, salieron de las filas cinco hombres, avanzaron hasta colocar sus fusiles casi sobre los mismos pechos de los reos y dispararon el tiro de gracia...
Momentos después el Ejército desfiló delante de los cadáveres, volviendo luego a sus cuarteles. El dictador sombrío y taciturno presenciaba este espectáculo desde su ventana de palacio. Mientras el fiscal hacía conducir los cadáveres al cementerio general, el mayor de la plaza hacía retirar los adobes y mandaba levantar la sangre, para que nada quedase de la hecatombe. ¿Nada? Las manchas de sangre, si se las lava en el suelo, ¡no se borran de la historia!
La crueldad del dictador y el terror que causó la muerte de un religioso y de los militares, lejos de intimidar a sus enemigos, engendraron el odio entre ellos, que conciliábulos, juraron la venganza… y se vengaron.
UNA LEYENDA POPULAR SOBRE LA MUERTE DE PÓRCEL
Una leyenda popular muy en boga en aquellos días y aun durante muchos años después, fue que cuando sonó la primera descarga de ejecución, cayeron cuatro de los reos, quedando ileso uno, el padre Pórcel. Los soldados se encargaron de ejecutarlo, no habían querido en su fanatismo hacerse cómplices de lo que dio en llamarse sacrilegio y profanación, aun entre las clases ilustradas, y habían apuntado al reo que estaba al lado.
Se dijo también que el soldado que de-bía darle el tiro de gracia, por la misma ra-zón que asistía a los anteriores, desvió la puntería del fusil, quedando ileso el padre.
Agonizante, pedía éste la muerte entre rugidos de desesperación; y el jefe del pe-lotón mayor Sevilla, viendo que el reo aún no había muerto, arrebató el fusil de un soldado y apuntando al corazón del padre, le disparó el tiro mortal. Desde aquel día, el mayor era llamado por el vulgo generalmente con el nombre de “fraile guañuchi” (el que disecó al fraile).
Dos años después, fueron a exhumar el cadáver del fraile, para comprobar el caso de los tiros; pero el cadáver no estaba en el panteón. Manos piadosas, acaso los mismos franciscanos, lo habían robado para darle definitiva y honrosa sepultura.
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viernes, 8 de septiembre de 2017
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