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domingo, 26 de julio de 2015
Vicuñas y vascongados, en guerra
Hallándome un día viajando a través del tiempo en los archivos del Reyno de Navarra, supe por azar de unas terribles y portentosas guerras que enfrentaron a nuestros antepasados con otras naciones en los lugares más ricos y abundosos de la tierra. Quise saber más y apenas encontré noticias pese a las centenas de libros impresos sobre esos mismos lugares y sazón. Anduve varios años avizor, y ni cronistas, ni investigadores, ni poetas vinieron a saciar mi curiosidad; lo poco que lograba saber solo servía para aguzar mi interés y para que cada vez se me antojara más fantástico lo que aún desconocía.
Un día, entre amarillos papeles, conocí a Juan de Echarren, paisano que nació a unas seis leguas de mi pueblo y a algunas más de mi tiempo, y decidí seguir, por archivos y caminos, su extraordinario viaje a los lugares de los hechos.
Partiendo de las parroquias y escribanías navarras, conté sus pasos hasta Sevilla, donde todavía dan fe de él los archiveros. Allí tuve que tomar los galeones y navegar hasta las Indias Occidentales, para no perder su rastro por Panamá, Lima o Cusco. Con él llegué a Potosí, y en la Villa Imperial supe por fin de las grandes historias que se ocultaban, creo que con aviesas intenciones, a las bibliotecas de mi país.
En la Casa de la Moneda, en los socavones del Cerro Rico, por aquellas frías callejuelas, pululaban cientos y cientos de paisanos: desasosegados, febriles y melancólicos, tan ahítos de plata cuan menesterosos de patria, incomprensiblemente perdidos, hasta para nosotros sus descendientes, en aquel corazón y escaparate del mundo.
Comprobé que otros escribanos sí que habían llevado a las imprentas las historias, bien a la medida, de sus respectivas naciones y de sus huellas por el Cerro y por otras partes del Perú. En estas historias los cántabros, o vascones, o bizcaynos, o bascongados o de cualesquier manera que los nombren, aparecen siempre al otro lado de la calle, ensartados con plumas untadas de ponzoña como antes lo fueran con las espadas valonas. Otras naciones más laceradas, como los africanos, o los indios, que fueran los únicos dueños del Cerro Rico, tienen mayor desventura, y esperan todavía que sus propios cronistas les hagan justicia, si acaso sus calvarios asentar en el papel alguien pudiere.
Este libro pudo haber sido un curioso y pretendidamente sesudo libro de historia, mas en Potosí historia y fantasía vino a ser lo mismo. Todo cuanto ocurrió fue sueño o pesadilla. El sortilegio, las creencias o las leyendas se crearon allá para que sus habitantes pudieran escapar de lo real y sentirse humanos.Pude haber hecho una novela de magia y espadachines, o una saga, o entretenida crónica viajera, y el resultado sería el mismo: todo se nos haría estrecho cauce para hacer discurrir cuanto Echarren y los suyos vieron, oyeron y sintieron en el viaje hacia aquel eslabón gigante de plata, que unía el cielo y el infierno.
En resumidas cuentas, y por excusar palabras, diré que todo el libro —salvo leves licencias, meros cordeles para agavillar datos— es rigurosamente cierto, o como cierto fue asentado por cronistas o escribanos con más o menos hipérbole. Cuando no acaeció exactamente tal y como yo lo cuento, lo fue de muy parecida manera. O bien pudo serlo, en ese talego de locuras humanas. Para utilidad de curiosos he indicado las fuentes de donde manan muchas citas y acaecimientos, y lo he hecho con ánimo de sembrar algún interés que sea luego estribo de mejores estudios y plumas. Doy fe que cualquiera que se acerque al Cerro Rico de Potosí por alguna de sus múltiples veredas, y escarbe en las vetas de la memoria o de los archivos, se maravillará como todos los Juan de Echarren que allí fueron y seguimos yendo.
Por último, creo que el ilustrado lector y más avispada lectora echarán de ver alguna brizna de parcialidad en mi pluma. No la niego, que por algo la pluma es la lengua del alma. Hubiera sido demasiado pretensioso querer ser el único testigo de aquellas guerras que anduviera solitario, como el ermitaño de la calavera, sin pasiones ni banderíos. ‘El amor por la madre patria —dijéronle a Juan ahora hace cuatro siglos— es como el fuego, que donde está no se puede ocultar’. Y yo, después de haber andado tanto tiempo por el empedrado potosino, acuadrillado con Juan, embozado con Martín, trabajando con Aguirre, paseándome con los demás por el barrio bascongado, aprendí el porqué del proverbio ‘Antes el paisano que Dios’.
Dícese, querido lector y muy respetada lectora, que Dios nos libre de libro malo, mas siempre nos queda el consuelo de saber que no hay ninguno que no tenga una pizca de provecho. Yo lo quise hacer ameno y deleitable, tal y como lo fuera mi personaje. Si así lo fuere, dale a Echarren y a esta grande historia el mérito y los parabienes. En Tafalla, a quince días de mayo de mil novecientos noventa y seis.N.deR.- Este texto está redactado según las reglas del castellano antiguo.
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