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lunes, 11 de septiembre de 2017

Germán Busch, un centauro solitario en la historia boliviana



El Chueco llegó al Hospital de Miraflores acompañado del doctor Valenzuela, escéptico aun ante la sorpresiva noticia del atentado al presidente. Sus dudas se disiparon al encontrar a los miembros de la familia Busch que, claramente abatidos, esperaban un milagro después de la operación de emergencia que le habían realizado al joven mandatario para extraerle la bala que perforó la sien derecha de su insigne cabeza. El Coronel Eliodoro Carmona —cuñado de Busch que años más tarde sufriría dos intentos de linchamiento, ya que en estado de embriaguez afirmaría haber sido él quien disparó al presidente— relató a El Chueco los hechos acaecidos esa madrugada y cómo Busch ebrio habría hecho uso de su propia arma para eliminarse.

El doctor Valenzuela logró ser admitido en la sala donde tenían al herido. Poco tiempo después salió con un semblante resignado y con tristeza informó: “Le quedan unas dos horas de vida”. El Chueco entonces ingresó a la pequeña sala y lo vio: estaba tendido en un catre de fierro con el cráneo vendado y el rostro inflamado y morado del lado derecho, por donde había ingresado el mortífero proyectil. La boca entreabierta mostraba el hueco del diente extraído el día anterior a la tragedia. En la mente de El Chueco se agolparon en ese instante un cúmulo de recuerdos que lo ligaban a ese hombre, que ahora convulsionaba y cuya respiración se asemejaba a la de un animal salvaje, aferrándose a la vida.

Lo recordó luchando, una fría noche en el barrio paceño de Chijini, a puño limpio con uno de los más famosos pugilistas que tenía la ciudad; en la Guerra del Chaco, enfrentando la barbarie con su eterna sonrisa de niño grande; como si se tratara de un evento deportivo, llenándose de fama y gloria para luego encumbrarse a la silla presidencial como el presidente más joven de la historia boliviana. Esbozando una resignada y melancólica sonrisa admitió el inevitable desenlace y le dedicó un pensamiento de despedida al que fuera su camarada y amigo: “Mueres a bala, como querías”.

El gran capitán, que salió de las arenas de sangre del Chaco empapado de un aura de leyenda y que al mando de un grupo de locos lograba hazañas inverosímiles. El quijote, que aparecía por arte de magia detrás de las líneas enemigas y por cuya cabeza el ejército paraguayo ofrecía recompensa. El hombre que armado de audacia derrocó a tres jefes de Estado y que ejerciendo como presidente marcó gracias a sus actos, el camino que lo convertiría en símbolo y bandera para inspirar a generaciones futuras de su patria, amaneció la madrugada del 23 de agosto de 1939 con una bala calibre 32 incrustada en la sien derecha en su escritorio de trabajo de su hogar en Miraflores. En circunstancias nunca esclarecidas del todo, falleció a las dos de la tarde del mismo día en el Hospital General de la ciudad sede de gobierno. Los excombatientes se quedaron con el corazón del héroe boliviano, extirpado antes de ser enterrado, durante un multitudinario cortejo fúnebre que lo acompañó hasta su última morada en el cementerio de La Paz. Le sucedieron otros presidentes que volvieron al antiguo estado de las cosas, tratando de destruir su legado; pero también vinieron otros presidentes guiados por el amor a Bolivia que siguieron sus pasos, algunos encontrando también la muerte.

En el Palacio de Gobierno se encuentra aún el lienzo con la gallarda figura del joven presidente Busch que nadie osa remover, a pesar del desfile de algunos oscuros personajes que transitaron por la ya antiquísima casa de gobierno. El gran Capitán del Chaco se encontrará siempre presente en el corazón de los bolivianos, guiando con su ejemplo a quienes quieran seguir sus pasos, buscando lo que Bolivia debe y siempre debió ser: grande, fuerte y poderosa.




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