Si bien antes e incluso después de las Leyes Nuevas, la encomienda fue vista como el modelo
laico de la evangelización, las órdenes religiosas
expusieron el ideal conventual para la formación
de los nuevos cristianos y su posterior reinserción
a sus comunidades. Por un lado, el proyecto de
los frailes priorizaba la conservación de las instituciones
indígenas y por el otro, presentó la idea
de la conversión por medio de la reducción como
contraposición a la encomienda señorial. De esta
manera, la nueva sociedad se representaba regida
políticamente y judicialmente por las órdenes
religiosas, respetando las instituciones preexistentes
o como la sociedad cristiana española de
encomenderos, basada en los lazos señoriales. Las
discusiones sobre el diseño de esta nueva sociedad
formaron parte de los debates políticos incluso a lo
largo de la década de 1560. Frente a esta situación,
la Corona, que todavía no tenía un proyecto claro,
negociaba con los representantes de estos sectores.
No obstante, el problema de la evangelización no
tuvo sólo un carácter exclusivamente religioso,
siendo la fe y la política estrechamente relacionadas.
Con la creación de los corregimientos, en
1565, y la dotación a los indígenas de un sistema
judicial, tanto los encomenderos como los curas
ya no interfirieron en esta área. Los funcionarios
reales asumieron funciones que antes eran
compartidas entre los representantes de estos
poderosos grupos.
Mientras tanto, el proceso de conversión de
los curacas principales y sus familias avanzaba:
en 1535, cerca de treinta señores étnicos fueron
bautizados. Puesto que los símbolos de la religión
eran también símbolos del pacto o de la alianza
política, la cristianización otorgaba legitimidad
a los caciques y, por tanto, los caciques estaban
interesados en su conversión (Estenssoro, 2003).
A partir de 1542, se observó logros en este campo
puesto que, por un lado, durante las guerras civiles,
el proceso de la evangelización se intensificó por
parte de la política de la Corona; por el otro, fue
el resultado de la violencia, crisis e incertidumbre
reinantes y de la necesidad contar con la protección
providencial de Dios. Además, la cristianización
aseguraba la incorporación de los indígenas a la sociedad
puesto que fue acompañada por un proceso
de transformación cultural cuya parte indisoluble
constituían las costumbres cristianos. Frente a los
encomenderos que, antes de las guerras, eran los
únicos garantes de la fe cristiana, la Corona y las
órdenes religiosas apostaron por la segunda generación
de caciques que se esmeraban en demostrar
pertinencia al mundo cristiano, por lo menos en
el discurso.
Sin embargo, la cristianización se topó con
muchas dificultades: desde la insuficiente preparación
del clero y su apego a lo material como el
rechazo o la incomprensión del mensaje cristiano
por los evangelizados. Los misioneros explicaron
sus fracasos por la persistencia de las prácticas
religiosas paganas y organizaron la extirpación de
las idolatrías. Potosí fue considerado como uno
de los centros de propagación de las prácticas y
creencias paganas “en que el demonio los tenía”;
sin embargo, cuando se “descubrió” el cerro y se
inició la explotación de la plata, las autoridades y
los mineros españoles fueron tolerantes con las
prácticas religiosas de los indios.
El proceso de la fundición de metal en manos
de los yanaconas huayradores estaba relacionado
con prácticas religiosas y rituales andinos que
incluían ofrendas de coca para sacar la máxima ganancia
en la explotación del metal. La superioridad
de la tecnología andina y la importancia de la mano
de obra indígena eran factores que indujeron a que
los españoles se hicieron de la vista gorda sobre lo
que sucedía en estos momentos. Pablo Quisbert
(2008) muestra que, en 1557, el encomendero
Pedro Rodríguez de Portocarrero denunció ante
el rey al visitador, licenciado Altamirano, que perseguía
a los indígenas por tomar “un brebaje que
ellos beben que llaman chicha” y por otras “cosas
livianas” como pintarse la cara, brazos y piernas lo
que, según el encomendero, alteraba el ritmo de
trabajo y repercutía en la economía.
Por otro lado, las constantes borracheras de los
indígenas que asistían al trabajo de las minas no sólo
cumplían funciones festivas; también fortalecían
su identidad permitiendo recordar y celebrar los
hechos notables de sus antepasados. Durante las
borracheras, los indígenas realizaban taquis en los
que se combinaba danza y canto. Estas manifestaciones
fueron las más visibles entre las idolatrías;
se llevaban a cabo durante los fines de semana en
el tiempo dedicado a la instrucción religiosa de los
indios. La Iglesia intentó suprimir los taquis por ser
expresiones idólatras. Pero persistieron estas prácticas
en forma de Taqui Onkoy, un movimiento que
se desarrolló entre 1565 y 1570 en Chuquisaca y
La Paz, como señaló Teresa Gisbert (1999) aunque
los historiadores peruanos Luis Milliones y Rafael
Varón argumentaron que este fenómeno sólo tuvo
lugar en la provincia peruana de Huamanga. Taqui
Onkoy significa “canto enfermo” en quechua; su
variante aymara es Thalausu (enfermedad de las sacudidas).
Estas costumbres se extendian de la zona
quechua a la aymara; tuvo su máxima expresión
en Potosí, donde acudían indígenas de numerosas
provincias.
Mientras tanto, en 1563, el Concilio de Trento
celebró su última sesión: allí la Iglesia cerró filas
ante la amenaza protestante y determinó el establecimiento
de concilios provinciales en España, México
y Perú. Sin embargo, en el Segundo Concilio
Limense que tuvo lugar desde agosto de 1567 hasta
marzo de 1568, los debates estuvieron mucho más
cerca del humanismo de la primera evangelización
que de la reforma católica. En esta oportunidad,
hubo arduos debates entre seculares y regulares
por el poder en el seno de la Iglesia, pero la mayor
oposición pudo verse entre los funcionarios de la
Corona, los sacerdotes que defendían a los indios y
los partidarios de los intereses de los encomenderos.
El meollo del conflicto fueron las discusiones
sobre las condiciones de trabajo indígena y la legitimidad
de las instituciones coloniales: dominicos
célebres como Loayza, Domingo de Santo Tomás,
Pedro de Toro, Francisco de la Cruz protestaron
contra el trabajo de los indígenas en las minas.
Otro punto de debate en Lima fue la elaboración
de un nuevo catecismo que respondiera a las exigencias del Concilio de Trento y se propuso
la preparación de un confesionario para evitar
los problemas lingüísticas e imponer un control
ideológico por medio de la confesión. En esta reunión
se produjo la reorientación del ceremonial
prehispánico para “convertir en fiesta y alabanza a
Dios lo que se practicaba hasta entonces en honor
del diablo para pedir ayuda en tiempos de necesidad
durante la siembra y a la espera de lluvias,
explicando a los indios que deben a Dios su grano
y su pan” (Estenssoro, 2003).
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