A mediados del siglo XVI, gran parte de los actores
de la conquista y de las primeras décadas
de la colonia ya murieron, Carlos V dejó el trono
(1556) y otros personajes tuvieron papeles protagónicos.
Sin embargo, no se había resuelto aún
varios de los temas que suscitaron importantes
debates al inicio mismo de la conquista: ¿Tenían
los españoles el derecho de someter a su dominio
a los pobladores de América? ¿Los indios eran
seres de la misma categoría que los españoles?
Estas y otras preguntas eran constantes en el
ámbito político y eclesiástico y formaban parte
de un intenso debate ideológico. Desde el ámbito
eclesiástico llegaron voces, como la del padre
Montesinos en 1511, que cuestionaban -a partir
de la noción de “hombre libre”- la legitimidad y
la forma en que se implantaba el dominio español
sobre el Nuevo Mundo. El frente de defensa de
los derechos de los indios fue encabezado por el
teólogo dominico fray Bartolomé de Las Casas
que criticó tanto la institución de la encomienda
como la utilización de las poblaciones encomendadas
en las explotaciones mineras.
Para Las Casas, la encomienda significaba
la encarnación de un régimen señorial que limitaba
la intervención estatal y la posibilidad de
resguardar los derechos igualitarios de los nuevos
súbditos. El dominico cuestionaba también la
actividad minera como causa de la aniquilación de
la población de la isla La Española, primero, y de
la antillana después. Esta oposición a la implantación
de una sociedad mercantilizada y destructora
de las sociedades indígenas se reflejó en las Leyes
de Burgos (1512-13) que pretendían conciliar el
régimen de la encomienda con la libertad de los
indígenas y la evangelización. En 1520, Las Casas
logró el reconocimiento explícito de la libertad
de los indígenas. Con la conquista de Nueva
España, se percibió la dificultad de controlar las
acciones de los conquistadores pero, a partir de la
década de 1530 surgió una nueva reacción contra
la guerra esclavista y los abusos de la encomienda.
Las reivindicaciones del movimiento lascasiano
fueron instrumentalizados por la Corona para
combatir el avance del régimen señorial.
Después de la conquista del territorio de
Charcas, cuando en 1539 ya empezó la explotación
de las minas de Pizarro, el obispo cuzqueño
Vicente Valverde, seguidor de posturas lascasianas,
protestó contra estas prácticas y la cédula
real de 1541 exigió a Vaca de Castro respetar la
prohibición (1526) de “echar indios a las minas”.
Varios sacerdotes -el bachiller Luís de Morales,
el obispo Valverde, el licenciado Martel de Santoyo
y otros padres dominicos- advertían en sus
informes sobre las nefastas secuelas de la coacción
minera, como el brusco descenso demográfico
en los depósitos auríferos de Zamora (zona de
Quito) y Carabaya (entre La Paz y Cusco) o la
destrucción de la sociedad indígena con la ruptura
de los sistemas políticos y económicos de los
grupos étnicos.
A consecuencia del esfuerzo de los lascasianos
fray Tomás de San Martín y fray Domingo de Santo
Tomás, se dictaron las Ordenanzas de Minas de Vaca
de Castro, el 31 de mayo de 1543. Sin embargo,
debido a la resistencia pizarrista en los territorios de
los repartimientos charqueños, estas disposiciones
quedaron tan sólo en el papel puesto que las guerras
civiles y el uso del trabajo de los indígenas para la
explotación de las minas de Potosí por Pizarro y sus aliados afectaron la situación de las comunidades
indígenas. En 1548, los encomenderos recibieron
el permiso de La Gasca para emplear a los indios
en las minas, lo que provocó la intensificación del
debate sobre trabajo de los indios.
En 1548, se encargó a algunos teólogos
analizar un escrito de Juan Ginés de Sepúlveda
elaborado años atrás, donde se justificaba la
conquista y los medios que se emplearon para
lograrla, considerando que los indios eran seres
de segundo orden y que sus sociedades habían
sido contaminadas por prácticas infames como
los sacrificios humanos y el canibalismo que justificaban
la intervención española con el fin de
enseñarles “unos modos de vida justos y humanos”
(citado en Bernard y Gruzinski, 1996). Por
primera vez, un imperio organizaba oficialmente
una consulta sobre la justicia de los métodos
empleados para extender su dominio.
La lectura de este escrito generó diferentes
reacciones como la de Bartolomé de las Casas,
que había hecho campaña para defender lo que
hoy llamaríamos los derechos humanos de los
indios: logró que las universidades españolas de
Alcalá de Henares y de Salamanca se opusieran a
la publicación del trabajo de Ginés de Sepúlveda.
En 1555, en la ciudad de Valladolid, se produjo el
famoso debate o “controversia” entre Las Casas y
Ginés de Sepúlveda que generó un genuino interés
en todos los círculos. No resulta claro cuál fue
la conclusión del debate o quién lo ganó, pero sin
duda tuvo una importancia decisiva en la forma
en que, a partir de entonces, el mundo percibió
al “otro”. Los grandes juristas de Salamanca, en
particular Vitoria, desarrollaron el modelo legal
en el que defendían el trato a los hombres libres,
a diferencia del que se daba a los llamados “esclavos
por naturaleza”; de esta manera los indios
americanos podían gozar de su plena humanidad.
Lo que se debatía en España repercutió en las
prácticas políticas en América y en Charcas. Después
de la conclusión de la guerra civil, en abril de
1548, el presidente La Gasca, que tuvo que proclamar
un nuevo reparto de encomiendas, mando una
comisión para realizar un informe sobre el valor de
cada repartimiento. Esta comisión estuvo encabezada
por tres dominicos de la corriente lascasiana:
el arzobispo Jerónimo de Loayza, fray Domingo
de Santo Tomás y fray Tomás de San Martín, que
luego fue reemplazado por el licenciado Santillán.
La comisión recogió los datos de los visitadores
regionales, entre 1549 y 1550, y estableció nuevos impuestos en base del supuesto consentimiento
de los indios, lo que fue más una formalidad legal.
Más tarde, el licenciado Santillán lo calificó como
un pacto que contemplaba los intereses de los
encomenderos y de los caciques.
Como en 1549 los encomenderos todavía
representaban un grupo poderoso capaz de protagonizar
nuevas rebeliones, la nueva tasa conservó
un nivel alto. Posteriormente, los dominicos
opinaron que el pago de las tasas por los indios
era excesivo e influyeron sobre la posibilidad de
hacer retasas. Aunque la Real Cédula de 7 de febrero
de 1549 decretaba que ninguna persona que
tuviera indios encomendados los pudiese echar
a las minas, en uno de sus capítulos establecía la
posibilidad de que los indios pudieran trabajar
voluntariamente y autorizaba a los encomenderos
a enviar hasta 25% de sus tributarios a minas
situadas a una distancia máxima de sesenta leguas
de los pueblos, en turnos rotatorios de cuatro
meses. Fray Domingo de Santo Tomás y el frente
lascasiano se opusieron a la nueva política,
indicando que las minas no presentaban ningún
beneficio para la población india.
En una carta de 1551, fray Domingo de
Santo Tomás hizo una apasionada denuncia de
las crueldades del trabajo dentro de la “boca del
infierno” y de otras formas de explotación de los
indígenas como la utilización de sus ganados para el transporte de mercancías, desde ropa cumbi y
coca hasta chuño y ocas. Además, evocó el despoblamiento
de las comunidades, el desarraigo y el
abandono de las unidades étnicas. Estas denuncias
no fueron aisladas sino el fruto del pensamiento
de varios funcionarios y religiosos que defendían
los ideales de la Iglesia primitiva y que intentaron
implantar una política de inspiración cristiana que
respetase las estructuras prehispánicas. El tema
del trabajo indígena en Potosí, la tasación del
tributo de las encomiendas y la perpetuidad de
las mismas fueron las principales reivindicaciones
del movimiento lascasiano en estos años.
En 1558, la situación cambió cuando se
vieron indicios de una crisis en Potosí que se
manifestó con el derrumbe de la producción,
el despoblamiento del cerro y el abandono de
las labores que se refleja en un documento del
dueño de un ingenio en Potosí, el sevillano Luís
Capoche, bajo el título de Relación General del
asiento y Villa Imperial de Potosí. En este informe
dirigido al virrey Hernando de Torres y Portugal
conde del Villar, Capoche presentó una descripción
de la vida económica y social de Potosí
hasta 1585 “para facilitar la comprensión de los
asuntos del Cerro y sus dificultades” (Capoche,
1585/1958:72). Los yanaconas e indios de encomienda
establecidos en Potosí que no podían
conseguir las cantidades suficientes de minerales
para satisfacer la tributación huyeron y buscaron
refugio en las haciendas de los valles orientales.
Debido a esta crisis, se alteró el panorama político
y económico de Charcas y se produjo la ruptura
de la alianza entre el Estado colonial, los señores
étnicos y los religiosos. El virrey conde de Nieva
inició una nueva política dirigida a acelerar el
desarrollo de una economía mercantil.
El resultado fueron las Ordenanzas de Minas
(1561) para regular el trabajo indígena en Potosí,
que respondían a los intereses de los mineros
que anhelaban el retorno de los indios. Las ordenanzas obligaban a los curacas de la provincia
de Chucuito a enviar anualmente 500 indios al
yacimiento de Porco y 250 al de Berenguela. A
Potosí se envió cerca de 5.000 para compensar
los 30.000 pesos de tasa que le fueron asignados.
El establecimiento de los corregidores como
recaudadores del tributo erosionó el poder
de las jefaturas étnicas y religiosas y permitió
la inserción forzosa de los indígenas al nuevo
“programa” económico.
En la década de 1560, eran los frailes lascasianos,
encabezados por el obispo fray Domingo
de Santo Tomás que, junto con los caciques, presionaron
para que los encomenderos restituyeran
a la población indígena los montos cobrados sin
cumplir con la tasa fijada por La Gasca después de
las guerras civiles. Los indios iniciaron procesos en
contra de los excesos de tributo cobrados por sus encomenderos, aunque aquello ocurrió recién después
de la muerte de los encomenderos; por tanto,
los procesos fueron contra los herederos (Del Río,
1997; Abecrombie, 2002; Platt et al., 2006).
Sin embargo, en la discusión doctrinal sobre
la política colonial, se encontraron dos lógicas
irreconciliables: la de la protección de los derechos
de los indígenas salvaguardada en teoría por
la legislación y la necesidad de incrementar los
ingresos fiscales. El frente lascasiano se opuso a
las medidas de Nieva y, más tarde, a la política
del licenciado Castro que intentaba legitimar la
coacción minera. Cuando, en 1567, Castro solicitó
al arzobispo Loayza y los prelados de distintas
órdenes una opinión sobre el tema, la respuesta
mostró el debilitamiento de su posición, pues
reivindicaba la libertad de los indígenas. Con la
aparición de la obra Gobierno del Perú de Juan
de Matienzo en 1567, que argumentaba tanto el
trabajo forzado como la tributación individual,
el poder colonial obtuvo una justificación doctrinal
para una nueva política que estimularía la
economía mercantil basada en la extracción y
la circulación de la plata potosina. Es así que la
corriente lascaciana perdió terreno. De ahí en
adelante, para contrarrestar las iniciativas de las
órdenes religiosas, la Corona apostó por la iglesia
secular y la orden de la Compañía de Jesús.
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