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martes, 29 de marzo de 2016

Hernán Cortés vs. Francisco Pizarro, la familia española que conquistó los grandes imperios de América

CÉSAR CERVERA

El coronel no tiene quien le escriba, tituló el americano Gabriel García Márquez una de sus obras más entrañables. Los conquistadores tampoco tienen quien los escriba. Su historia resulta políticamente incorrecta, y los países que contribuyeron a fundar no los reconocen como suyos. Pero incluso así, el caso de Francisco de Pizarro, conquistador del Perú, es más doloroso que otros. A diferencia del admirado Hernán Cortés, Pizarro y sus hermanos gozaron de escaso reconocimiento en el periodo que les tocó vivir. El carácter gris del extremeño y las sucesivas guerras civiles entre ellos no ayudaron, precisamente, a que Pizarro encontrase quien le escriba.

HERNÁN CORTÉS, EL APUESTO CAPITÁN

Cuando Pizarro comenzaba a gestar su leyenda hacía veinte años que Hernán Cortés había conquistado Tenochtitlan. Llovía sobre mojado. Cortés fue considerado el mayor héroe en Castilla por sus coetáneos, incluso por encima del militar más prestigioso del periodo, el Gran Capitán. “Fue en tanta estima el nombre sola-mente Cortés, así en todas las Indias como en España, como fue nombrado el nombre de Alejandro de Macedonia, y entre los ro-manos Julio César”, escribió Bernal Díaz del Castillo, autor de “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Cor-tés no era un hombre culto, pero sabía impresionar a la gente a través del verbo. Siendo uno de los encandilados el Emperador Moctezuma, que, en una mezcla de síndrome de Estocolmo y admiración sincera, mantuvo una extraña amistad con el hombre que pretendía derribar su imperio.

Valiéndose de la hostilidad que el Imperio azteca arrastraba entre las tribus vecinas, el extremeño fue capaz de aunar los esfuerzos de distintos jefes locales para abrirse paso por el norte de América, usando aquí la superioridad de las armas euro-peas para imponerse en el campo militar. No obstante, su gesta estuvo en todo momento acompañado de una cuidada propaganda, buscando así convencer a Carlos V de que la suya era su causa, y no la de su rival y superior, el gobernador de Cuba, que se enfrentó a Cortés durante la conquista de México.

Por lo mucho que le importaba su imagen, Cortés insistió en que su biografía la escribiera su capellán, Francisco López de Gómara. Como recuerda Henry Kamen en su libro “Poder y gloria: Los héroes de la España imperial” (Austral), en esta biografía el descubrimiento y conquista de América se presentaban como elogio triunfal de España y obra bendecida por el mismísimo Señor.

La imagen del héroe extremeño quedó grabada sobre toda una generación. También en el extranjero fue visto durante mu-cho tiempo como el estereotipo de héroe europeo. “Es el producto final de siglos de preparación para un esfuerzo colectivo de la voluntad humana”, describe el historiador norteamericano W. L. Schurz en “This New World”.

FRANCISCO PIZARRO, EL CRUEL CONQUISTADOR

Nada que ver con la imagen del gris Pi-zarro. Nacido en la localidad de Trujillo (Extremadura), Pizarro era un hijo bastar-do de un hidalgo emparentado con Hernán Cortés de forma lejana, que combatió en su juventud junto a las tropas españolas de Gonzalo Fernández de Córdoba en Italia. Aunque tradicionalmente se ha con-siderado que ambos eran primos, en realidad su parentesco era de tío y sobrino, puesto que la línea de Hernán Cortés ha-bía corrido una generación más que la de Francisco Pizarro.

En 1502, el extremeño se trasladó a América en busca de fortuna y fama, no siendo hasta 1519 cuando participó de forma directa en un suceso relevante de la Conquista. Francisco Pizarro arrestó y llevó a juicio a su antiguo capitán, Vasco Núñez de Balboa, el primer europeo en divisar el océano Pacífico, por orden de Pedro Arias de Ávila, Gobernador de Castilla de Oro. El descubridor fue finalmente decapitado ese mismo año con la ayuda de la versión más oscura de Pizarro, la que alimenta en parte la antipatía histórica que sigue generando este personaje.

FRANCISCO PIZARRO ARRESTÓ Y LLEVÓ A JUICIO A SU ANTIGUO CAPITÁN VASCO NÚÑEZ DE BALBOA, EL PRIMER EUROPEO EN DIVISAR EL OCÉANO PACÍFICO

Francisco Pizarro, de 50 años de edad, decidió unir sus fuerzas con las de Diego de Almagro, de orígenes todavía más os-curos que el extremeño, y con las del clérigo Hernando de Luque para internarse en el sur del continente en busca del otro gran imperio americano de su tiempo: los incas. Precedida por la viruela traída por los europeos en 1525, que había diezmado a la mitad de la población inca, la llegada de Francisco Pizarro a Perú fue el empujón final a un imperio que se tambaleaba a causa de las enfermedades, la hambruna y las luchas internas que enfrentaban a dos de sus líderes (Atahualpa y Huáscar) por el poder.

La inferioridad numérica de Pizarro no fue ningún obstáculo. ¿Cómo fue posible que tan pocos pudieran vencer a tantos? es la pregunta que ha causado fascinación en la comunidad de historiadores. “En Ca-jamarca matamos 8.000 hombres en obra de dos horas y media, y tomamos mucho oro y mucha ropa”, escribió un miembro vasco de la expedición en una carta desti-nada a su padre. La superioridad tecno-lógica y lo intrépido del plan de Pizarro, cuyas intenciones no habían sido previstas por el emperador Atahualpa, al estimar a los españoles como un grupo minúsculo e inofensivo, obraron el milagro militar.

El secuestro y muerte de Atahualpa, que no llegó a ser liberado pese a que los incas pagaron un monumental rescate en oro y tesoros por él como había exigido Pizarro, marcó el principio del fin de este imperio. Sin embargo, lejos de la imagen de que el extremeño conquistó el Perú en cuestión de días, hay que recordar que la guerra to-davía se prolongó durante toda una gene-ración hasta que los últimos focos incas fueron reducidos.

PIZARRO Y LA GUERRA DE LOS CONQUISTADO-RES

Los conflictos internos entre los conquis-tadores, que enfrentaron a Pizarro y sus hermanos contra su otrora aliado, Diego de Almagro, enturbiaron todavía más la imagen de los conquista-dores del Perú. Tras la de-rrota y ejecución de Alma-gro, en un nuevo giro de los acontecimientos, los partidarios del derrotado irrumpieron el 26 de junio de 1541 en el palacio de Pizarro en Limay “le dieron tantas lanzadas, puñala-das y estocadas que lo acabaron de matar con una de ellas en la gargan-ta”, relata un cronista so-bre el amargo final del con-quistador extremeño. Las guerras civiles entre los conquistadores se prolongaron hasta fina-les del siglo XVI, convirtiendo a los Pizarro también en villanos a ojos de la Corona.

Frente al encantador de serpientes de Cortés, que acudió a la Corte de Carlos V a contar sus hazañas, Pizarro no parecía hecho de la materia de que están hechos los héroes. Codicioso por naturaleza, cruel y dado a buscar su interés personal, o al menos así le recordó el mundo. Fue con el paso de los años cuando surgió la leyenda del humilde Pizarro: una persona sin privi-legios que abandona la pobreza y engrosa las filas de la nobleza tradicional. Un héroe para el pueblo.

A lo largo de los siguientes siglos, Piza-rro ganó en reputación. Los historiadores norteamericanos, que veían en los con-quistadores a los precursores de sus gran-des pioneros, elevaron a la categoría de esforzado héroe al extremeño. La primera biografía fiel de Pizarro la publicó el norte-americano William H. Prescott en su “His-tory of the Conquest of Peru”, quien consi-deraba que España había descuidado a uno de sus más famosos héroes: “Ningún español ha intentado escribir una historia de la conquista del Perú basada en docu-mentos originales”. La prueba de este des-cuido es que en Trujillo, su lugar de naci-miento, nadie hizo el menor intento de erigir una estatua al conquistador hasta la década de 1890.

Mientras España empezaba a recuperar a sus héroes levemente, Iberoamérica co-menzaba a considerar a los conquistado-res como genocidas que habían destruido las fértiles culturas previas a la llegada de los españoles. La Guerra de Cuba de 1898 sumó a EE.UU. a esta tendencia histórica contra los personajes españoles. Aquí, tanto Cortés como Pizarro, compartieron el mismo destino. Ni Perú ni México les acep-taron como los padres fundacionales de sus países.

SOBRE TUMBAS, ESTATUAS Y BIOGRAFÍAS PERDIDAS

Tras ser trasladados desde Europa los restos de Cortés a una iglesia de Ciudad de México en el siglo XVII, la independen-cia del país cambió radicalmente la imagen que tenían sobre él. A diferencia de otros países como Colombia, que sí conservó el culto a Benalcázar o Ecuador con Orellana –en un intento de dar sentido histórico a sus países–, la oposición a Cortés se man-tuvo firmemente enraizada hasta el punto de que en la actualidad no hay ninguna estatua de cuerpo entero del conquistador en todo México.

Su tumba llegó a correr peligro. Poco después de la independencia, empezaron a correr pasquines que incitaban al pueblo a destruir el sepulcro. Previniendo la inmi-nente profanación, las autoridades ecle-siásticas decidieron desmontar el mauso-leo y ocultar los huesos. En la noche del 15 de septiembre de 1823, los huesos fueron trasladados de forma clandestina a la tari-ma del altar del Hospital de Jesús y el bus-to y escudo que decoraban el mausoleo fueron enviados a la ciudad siciliana de Palermo.

LA ÚNICA ESTATUA DE CORTÉS ERIGIDA EN TERRITORIO MEXICANO PERMANECE JUNTO A SU HUMILDE TUMBA

Trece años después los restos cambia-ron su ubicación a un nicho todavía más oculto, donde permanecieron en el olvido durante 110 años. El 9 de julio de 1947, tras un estudio de los huesos, Cortés fue enterrado de nuevo en la iglesia Hospital de Jesús con una placa de bronce y el escudo de armas de su linaje. La única estatua de Cortés erigida en territorio mexicano permanece junto a esta humilde tumba, cuya existencia se guarda de for-ma discreta en un país que, en su mayor parte, sigue sin asumir como positivo el pa-pel que jugó el conquistador en su fundación.

El caso de Pizarro es casi idéntico. Durante un siglo se creyó que se habían exhu-mado y expuestos en un fé-retro de cristal los restos del extremeño. Sin embargo, a finales del siglo XX unos hombres descubrieron una caja de plomo en un nicho sellado de la catedral de Lima con la inscripción “aquí yace la cabeza del Señor Marqués don Francisco Pizarro, que descubrió y ganó los reinos del Perú y los puso en la Real Corona de Castilla”. Un grupo de forenses confirmó que esos eran los restos auténticos, y no los que se ho-menajeaban desde 1892.

A partir de entonces Perú ha mostrado poco interés en homenajear o reivindicar la figura de Pizarro. A petición de las autori-dades peruanas, una estatua del conquis-tador fue trasladada de Nueva York a Lima en 1934, lo cual se convirtió automática-mente en un foco de controversia. En 2003 las presiones de la mayoría indígena die-ron como resultado que esta estatua ecuestre de Pizarro fuera llevada al depó-sito municipal, a la espera de encontrarle una nueva ubicación. Al año siguiente la colocaron, ya sin pedestal, en un parque rehabilitado del barrio de Rimac. La polé-mica promete seguir vigente.

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