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lunes, 16 de septiembre de 2013
El nefasto gobierno de Melgarejo
Durante la presidencia de Mariano Melgarejo (1864-1871), Chile manejó hábilmente su diplomacia. Benjamín Vicuña Makena acudió a otras relaciones influyentes, como la hermandad masónica, a la que estaban subordinados los más altos colaboradores de Melgarejo, incluido su cogobernante y canciller, Mariano Donato Muñoz, y el prefecto del departamento, Juan Ramón Muñoz Cabrera, quien se encontraba precisamente en el puerto de Cobija.
Inexplicablemente, el 30 enero de 1866, Muñoz (aliado interno de Chile), con la firma de Melgarejo, determinó que Bolivia se sumase al Pacto Defensivo del Pacífico, suscrito entre Perú y Chile, después de que la Armada española desembarcara en las islas peruanas Chinchas, en el intento de reivindicar parte del territorio que había constituido su antiguo imperio colonial en América.
Chile, usando sus influencias, logró que la Ley de 1863, por la que el Congreso boliviano autorizaba al Ejecutivo la declaratoria de guerra en su contra sea abrogada, lo que abrió el camino para reanudar las relaciones con Chile en los siguientes términos: “El Gobierno de Bolivia queda apto para enviar y recibir ministros plenipotenciarios que pongan en relación a ambas repúblicas”.
Preparada la tramoya diplomática, el 18 marzo de 1866 llegó a Bolivia Aniceto Vergara Albano como ministro plenipotenciario de Chile. Traía dos misiones en concreto: una, para formalizar el trabajo defensivo en contra de España, y, la otra, para tramitar un acuerdo de cesión de territorio en el Litoral. Con estas gestiones se inició una invasión silenciosa a la costa boliviana, tras la emisión del decreto de tono americanista que disponía que “las fronteras de Bolivia eran sólo líneas matemáticas” y que “los naturales de las repúblicas sudamericanas que ingresen a Bolivia gozan de los mismos derechos que los bolivianos, excepto únicamente para desempeñar la presidencia de los altos poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial”.
Así, los acólitos bolivianos de los intereses oligárquicos chilenos, con estas maniobras que parecían inofensivas, inocuas, propias de un quijotismo absurdo, lograron la firma del Tratado de Alianza del 19 de marzo de 1866, con el que se introdujo el “caballo de troya” a nuestro territorio para ejecutar el plan más depredatorio que haya sufrido Bolivia, que consistía en arrebatarle a corto plazo sus territorios costeros de Atacama.
Tanto Vergara Albano como Carlos Walker Martínez (secretario del plenipotenciario chileno) se presentaron porfiadamente ante el presidente Melgarejo a ejecutar todos los actos de servilismo y abyección inimaginables para conquistar la buena voluntad del mandatario, explotando su vanidad con alabanzas, mediante artículos halagüeños y laudatorios que se publicaban en la prensa chilena, que eran transcritos en los periódicos nacionales, en los que se le comparaba incluso con el Libertador Simón Bolívar, Washington y Napoleón.
Asimismo, fomentaron sus vicios, le obsequiaron licores importados de la más fina calidad, y comprometieron su gratitud con joyas para su uso y la de su amante. Por último, concedieron a su arrogancia títulos, condecoraciones y el grado de General de División del Ejército chileno, hasta que convirtieron al rígido tirano en fiel y discrecional compañero y cómplice.
El 3 de junio de 1866, cuando ya el ánimo de Melgarejo estaba preparado, Muñoz le presentó el infame documento mediante el cual se cedía parte del territorio patrio a manos extranjeras. En 41 años de vida republicana, ningún boliviano se había permitido poner en duda los derechos de Bolivia sobre sus territorios de la costa del Pacífico; sin embargo, Muñoz se permitió desconocer los derechos y títulos incuestionables de nuestra patria, y comprometió la soberanía del Litoral reservado al país, para comunicarse con el mundo.
El canciller Muñoz preparó las bases del infame contrato y lo entregó a Melgarejo. Este documento fue aprobado sin leerlo, pues su limitación intelectual permanente no le permitía discernir si sus cláusulas eran justas o lesivas para el país. Cuando sus demás ministros le hicieron notar que se trataba de ceder a Chile un extenso territorio, pidió que se le explicara dónde quedaba aquél, y en base a un pequeño mapa le enseñaron la zona que debía transferirse. Melgarejo midió en el mapa con el pulgar de su mano derecha y dijo: “Pero si apenas mide una pulgada, ¡no merece la pena de pleitear por tan poca cosa!”. Y dio por aprobada la flagrante traición.
La pulgada a la que se refería abarcaba nada menos que 1.200 leguas cuadradas (30.000 km2), desde el grado 25º31’36” hasta el 24º. Y lo inconcebible, este documento fue remitido al argentino Juan Ramón Cabrera, nombrado embajador y ministro plenipotenciario ante el gobierno de La Moneda. Este personaje extranjero se permitió agregar una cláusula más en el acuerdo: la liberación de impuestos a la internación de productos naturales de Chile, gravamen que pesó funestamente en la economía de Bolivia. Este abominable tratado fue firmado el 10 de agosto de 1866, día fatal para la patria.
Estos funestos eventos han tratado de ser minimizados o desconocidos por intelectuales afiliados a las logias que ayer y hoy asumen una posición guardiana de los intereses oligárquicos chilenos, lo que hace patente que la mentira necesita siempre complicidad.
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