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domingo, 2 de marzo de 2014

Chile invadió Antofagasta un martes de Carnaval

El 14 de febrero de 1879, un martes de carnaval se produce la alevosa invasión al puerto indefenso de Antofagasta. Chile a través de su rápida acción revela que había terminado su cuidadosa preparación para invadir el territorio del Litoral boliviano, cumpliendo planes que se remontaban a 1842.

La fecha del ataque inicial estaba prevista de antemano, pues el enviado especial chileno en La Paz, Pedro Nolasco Videla, había comunicado la ruptura de relaciones el día 12, y esa noticia no pudo haber llegado a Santiago, ni a ninguna otra ciudad chilena, en dos días, porque nuestro país carecía de telégrafo, sólo existía la línea La Quiaca, Argentina y Tupiza, Potosí, Bolivia.

En Antofagasta, al amanecer el reloj marcaba las seis de la mañana, mucha gente salía de sus domicilios rumbo a sus fuentes de trabajo, empero, vieron que dos buques de guerra de la Armada de Chile, el blindado “Cochrane” y la corbeta “O’Higgins”, con dos compañías a bordo, recalaban en la bahía al lado del blindado “Blanco Encalada”, que ya se encontraba anclado en ese lugar desde el 8 de enero.

Inmediatamente, la artillería de esas naves, al mando del coronel Emilio Sotomayor, que había sido nombrado por el gobierno de Chile como Comandante en Jefe de las Fuerzas Destacadas en el Norte de la República y en el Litoral boliviano, empezaron a abrir fuego, rompiendo el silencio del alba en el océano Pacífico, con una andanada de cañonazos que atemorizaron a la población boliviana, pero no a los residentes chilenos que eran mayoría y habían participado subrepticiamente en los preparativos, estaban anoticiados de lo que iba a acontecer y prestos a dar apoyo a los invasores araucanos en su cometido que se suscitarían en el pueblo antofagastino.

El potencial bélico chileno, que se encontraba amenazante en la bahía boliviana, era el siguiente: Los blindados “Cochrane” y “Blanco Encalada” con 5 años de servicio, un andar de 9,5 nudos; cada uno tenía un armamento de 6 cañones de 250 libras (9 pulgadas), 1 cañón de 4.7 pulgadas, 1 de 9 libras y 1 cañón de 7 libras y 300 hombres de tripulación.

La corbeta “O’Higgins”, con 15 años de servicio; casco de madera, andar de 6,5 nudos; estaba armada con tres cañones de 115 libras (7 pulgadas), dos de 70 libras y cuatro de 40 libras, con una dotación de 160 hombres. Mientras tanto, la fuerza armada boliviana no tenía ni un buque de guerra, contaba solamente con una pequeña columna de 60 gendarmes, restos de la guarnición que había dejado el general Hilarión Daza, entonces presidente de la república, la misma que permanecía acuartelada y pequeños grupos custodiaban la Prefectura, la Aduana y el Cuartel militar.

INTIMACIÓN

Repentinamente, al promediar las siete de la mañana, es bajada una lancha del “Cochrane”, en la que se embarca el capitán José M. Borgoña, navegando hasta el muelle del puerto de Antofagasta, el militar desembarca y presuroso se dirige a la oficina del consulado chileno, donde se entrevista brevemente con el titular de esa legación, Nicanor Zenteno, quien fue el actor y centro principal de todo el movimiento de quinta columna en Antofagasta, que precedía a la acción armada. Era el jefe, el organizador, el coordinador y el enlace general con el blindado “Blanco Encalada”, en el que se había refugiado el gerente de la Compañía Salitrera Antofagasta y Ferrocarriles, Jorge Hicks, que debía ser detenido por las autoridades bolivianas al ser deudor al fisco, negándose a pagar 90.848.13 bolivianos.

Después de esa reunión, el capitán Borgoña se dirigió a la Prefectura, entregando al coronel Severino Zapata, prefecto del Departamento del Litoral, una nota firmada por el coronel Emilio Sotomayor, que señalaba: “Comandancia en Jefe de las Fuerzas de Operaciones Litoral Boliviano. Antofagasta 14 de febrero de 1879.- Señor Prefecto.-

“Considerando el Gobierno de Chile, roto por parte de Bolivia el tratado de 1874, me ordena tomar posesión con las fuerzas de mi mando, del territorio comprendido al Sur del grado 23°.

“A fin de evitar todo accidente desgraciado espero que Ud. tomará las medidas necesarias para que nuestra posesión sea pacífica, contando Ud. con todas las garantías necesarias, como asimismo sus connacionales.- Dios guarde a Ud.”.

Severino Zapata, después de leer esa misiva agresiva, incomprensible, pálido y demudado, protesta airadamente con palabras entrecortadas, apostrofando al emisario, el que solamente se concreta a retirarse, llevando la mano al “kepi”, para abordar nuevamente la lancha que lo retornaría a su buque madre. El prefecto de inmediato redacta la misiva de respuesta, ante la imposición armada chilena, afirmando enfáticamente: “Prefectura del Departamento del Litoral.- Antofagasta, 14 de febrero de 1879.- Al Señor Comandante de las Fuerzas Expedicionarias sobre el Litoral Boliviano.

“Señor Comandante: Mandado por mi gobierno a ocupar la Prefectura de este Departamento, sólo podré salir a la fuerza. Puede Ud. emplear ésta, que encontrará ciudadanos bolivianos desarmados, pero dispuestos al sacrificio y al martirio. No hay fuerzas con qué poder contrarrestar a tres buques blindados de Chile, pero no abandonaremos este puerto, sino cuando se consuma la invasión armada.

“Desde ahora y para cuando haya motivo, protesto a nombre de Bolivia y mi gobierno contra el incalificable atentado que se realiza.- Dios guarde a Ud.”.

La réplica impositiva y abusiva no tardó en llegar al edificio de la Prefectura. El coronel Emilio Sotomayor respaldado por la fuerza de su arsenal bélico, intimó la rendición de las autoridades bolivianas, mediante la siguiente nota:

“Comandancia en Jefe de las Fuerzas Expedicionarias del Litoral Boliviano.- Antofagasta, 14 de Febrero de 1879. “Acabo de recibir su nota de hoy y en contestación a ella, creo del caso hacerle presente que para evitar toda efusión de sangre, se sirva ordenar se haga entrega de las armas y tropa de su dependencia al comandante José Ramón Vidaurre.

“Respecto a las garantías que he hecho referencia en mi nota anterior, puede tomar pasaje en el vapor del sur que pasa para el norte el 16, poniéndose de acuerdo con el que suscribe antes de verificarlo, por si así creyese conveniente. Dios guarde a Ud.”.

LA USURPACIÓN

Habían pasado casi dos horas desde que la armada chilena se manifestaba en una situación de beligerancia. Al promediar las 8 de la mañana, fueron bajadas de los buques muchas lanchas, repletas de soldados al mando del coronel Sotomayor, dirigiéndose a tierra, en la que ya se habían apostado los grupos civiles chilenos al mando del cónsul Nicanor Zenteno, quien fue nombrado “Gobernador del Distrito de Antofagasta”.

Sin ninguna previa declaratoria de guerra, en forma aviesa, premeditada y planificada, empezó la ocupación militar, la invasión chilena, la usurpación de territorio y mar boliviano, de sus riquezas, pretextando de que Bolivia había transgredido el Tratado de 6 de agosto de 1874 al haber dispuesto el impuesto de 10 centavos al salitre exportado por la Compañía Chilena de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta.

Los más de 500 efectivos militares chilenos fueron recibidos con gritos de ¡hurras! y ¡vivas! por parte de la rotería. La tropa comenzó su marcha por la calle Bolívar hasta llegar a la plaza Colón apostándose frente al cuartel de la guarnición. Allí el coronel Sotomayor, pasó revista a sus tropas, que se encontraban formadas.

Entre tanto, la multitud conducida por Evaristo Soublette, Secretario de la Empresa Salitrera, que había retornado de Santiago junto con el ejército invasor, aleccionaba a la gente, pronunciando violento discurso, excitando el ánimo predispuesto de los rotos en contra de los dueños de casa; los bolivianos.

EL VANDALISMO

Esta gente soliviantada se desbordó en los más punibles actos de vandalismo despiadado, secundados por soldados que amedrentaban disparando sus armas. Los chilenos que velaron la noche anterior en bares y cantinas, se precipitaban a tiendas y almacenes a culatazos a saquear dando cuenta con todo lo que encontraban a su paso, lanzando gritos de triunfo. Ebrios de alcohol y sangre ultrajaron, hurtaron y quitaron la vida a cuanta persona se cruzaba en su camino, sin que los detuvieran las lágrimas de mujeres indefensas, gritos de niños asustados de miedo, ni la desesperación y angustia de ancianos que la soldadesca rota imponía con saña, crueldad propia de gente desorbitada y desalmada.

Más de tres mil forajidos de poncho, encabezados por otros de levita, se amontonaron y entre la algazara espantosa se dirigieron a la Prefectura, rodeándola completamente. Eran las once de la mañana, un grupo aleccionado por el activista Soublette levantó en brazos a una mujer llamada Irene Morales, hasta la altura de la puerta, procedieron a arrancar, despedazar y pisotear el escudo boliviano colocado en el frontispicio y enseguida, en medio de aplausos, vivas, algarabía se colocaba en su lugar la bandera chilena.

La batahola alrededor de la Prefectura seguía creciendo; en su interior se escuchaba el murmullo en voz baja de los 60 gendarmes bolivianos que se encontraban formados en el patio a la espera de órdenes del comandante chileno, aunque sabían que no lucharían contra esa multitud sedienta de sangre, ya que al primer disparo caerían sobre ellos los 500 soldados chilenos que se hallaban ubicados en la plaza. Ante el terror y abusos la gente precipitadamente escapaba del lugar, a Mejillones, Tocopilla, Tal Tal y otros lugares.

Ante este caos y abusos, el Prefecto Zapata, su secretario Soria Galvarro se trasladaron presurosos junto con otras autoridades, al Consulado de Perú donde el jefe de la Legación, Manuel M. Seguín, les concedió asilo.

Los rotos al darse cuenta de este hecho, se lanzaron con dirección al Consulado de Perú, pidiendo a gritos se rompa el escudo peruano, pero sin atreverse a hacerlo, por mucho que un empleado de la Compañía de Salitres se afanara en esparcir entre ellos la idea de atacar la casa del cónsul y asesinar al coronel Zapata y a otros empleados bolivianos.

Un hecho significativo se produjo cuando una chiquilla de quince años, valiente y patriota Genoveva Ríos, hija del comisario Clemente Ríos, corrió a la Prefectura para arriar la bandera nacional que aún allí flameaba, luego de bajarla, la escondió y protegiendo entre sus ropas, huyó del lugar para dar encuentro a sus padres que huían del lugar.

La noticia del asalto e invasión a Antofagasta la había recibido el presidente doctor general Hilarión Daza la noche del 25 de febrero de 1879, día martes de ch´alla de Carnaval, cuando el primer mandatario y su gabinete daban rienda suelta a la jarana entre disfrazados, tragos, mixtura, serpentina, sin advertir ni remotamente que tropas chilenas invadían, estaban pisando territorio nacional. De pronto, la banda deja de tocar, hay un silencio intempestivo, los fiesteros se alarman, preguntan qué pasa, qué ocurre. El jefe de Estado y sus acompañantes precipitadamente abandonan el salón para dirigirse a Palacio de Gobierno. La infausta noticia la traía el emisario “Chasqui” Gregorio Collque (el Goyo) el indígena que se había trasladado desde Tacna a La Paz, luego de recorrer con sacrificio 74 leguas en seis días. Esa misma noche, reunido el presidente con sus ministros, aprobaron tres decretos. Uno de amnistía política, otro que inviste al gobierno de facultades extraordinarias y el tercero de expulsión y confiscación de bienes a los chilenos residentes en el país.

Así comienza el despojo y la penosa historia del Litoral abandonado que Chile aprovechó para arrebatarnos, dentro de episodios heroicos que se suscitaron, el 23 de marzo de 1879, 26 de mayo de 1880, concluyendo con la pérdida de un extenso y rico territorio boliviano.

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