Introducción
A la conquista, con sus enfrentamientos y negociaciones,
sucedió una etapa en la que los distintos
actores sociales de la época (encomenderos, la
Corona española, la Iglesia, sucesores de los incas,
miembros de dinastías regionales y locales)
intentaron ganar terreno para su propio beneficio
en lo administrativo, económico y político. Hubo
luchas y confrontaciones por espacios de poder
en busca de la consolidación de las instituciones y
del orden con un mayor control estatal. Entonces,
salieron a la luz todas las polémicas que desataron
la conquista y los cuestionamientos en torno al
sistema colonial y de dominación, motivados
por el control económico, el acceso a los recursos
naturales, a la tierra y a la fuerza de trabajo.
También se quiso llevar a cabo sueños de utopía
e imaginarios concebidos por diferentes sectores
ante la posibilidad de construir algo nuevo.
La población nacida en América comenzó a
vivir en esta etapa bajo un orden estatal creado
desde instancias de un Estado europeo lejano
y desconocido, con el que la mayor parte de la
población local difícilmente podía identificarse ni
considerarse representada por él (Pietschmann,
1989). Desde el inicio, se planteó la necesidad
de encontrar un ordenamiento jurídico para el
gobierno de América. Por esos años, el control
de la situación había estado en manos de quienes
lideraron la empresa de la conquista, convertidos
en encomenderos. La Corona intentó regular
las atribuciones de estos encomenderos que,
entonces, controlaban efectivamente los espacios
del territorio americano y podían movilizar a la
población indígena de sus encomiendas tanto
como fuerza de trabajo como para formar tropas
de exploración, conquista y control del territorio.
Sin embargo, al implementar su proyecto, la
Corona no contó con la posibilidad de que este
grupo fuera construyendo su propio proyecto.
Por su parte, los proyectos de la Iglesia católica
no coincidían con la visión estatal respecto a la
cuestión indígena y el trabajo forzado.
El Estado español y América
El Estado español, convertido en un imperio
colonial en el siglo XVI, no fue una estructura
que se mantuvo sin cambios a lo largo de varios
siglos. Al momento de la conquista de América,
España acababa de ingresar a una nueva etapa de
su existencia después de la Reconquista, es decir
la expulsión de los musulmanes de la península
ibérica, y estaba en camino a convertirse en un
Estado moderno, intentando unificar a sus distintos
reinos, usando principalmente la idea de
una religión unitaria para fortalecer una política
unificada y el control de la monarquía, aunque
con la supremacía del reino de Castilla. A pesar de
esto, y debido principalmente a la falta de capacidad
financiera, España había tenido que recurrir
a acuerdos con particulares para llevar adelante
la empresa de la conquista, cuya compensación
conllevaba, de alguna forma, el riesgo de convertir
los territorios conquistados en feudos con
poder militar, judicial y civil. En la zona andina,
las luchas entre los Pizarro y Almagro habían
demostrado que esta situación podía llegar a extremos
imprevisibles y a la pérdida de control de
la monarquía en estos territorios. En la segunda
mitad del siglo XVI, la Corona intentó establecer
las bases del control estatal en América y frenar
el ejercicio del poder de los particulares.
Con este propósito, se considera que la Corona
apeló a varios mecanismos principales que
se pusieron en funcionamiento: 1) la Iglesia que,
desde el inicio, suministró la base ideológica de la
evangelización como justificación de la conquista
y dominio colonial; 2) el sistema administrativo
conformado como burocracia para coordinar
e implementar en América las decisiones de
la Corona; 3) el sistema de control de tierras,
fuerza de trabajo y la producción representado
en esta etapa por la encomienda; 4) un sistema
fiscal basado en tributos que se constituyó en la
fuente indispensable de recursos, y 5) un sistema
comercial basado en el monopolio que intentaba
garantizar el control de las actividades comerciales
entre España y las colonias.
Estos mecanismos fueron variando a lo largo
del siglo XVI, con grandes cambios al inicio y al
final del mismo. Pietschmann (1989) consideró
que hubo tres factores que hicieron posible la
consolidación de la estructura colonial implementada
por la Corona española: la fundación
de ciudades para españoles como bases administrativas,
militares y políticas; la encomienda
bajo el control estatal y el reconocimiento de
los derechos de las élites indígenas en sus estratos
medios. Las fundaciones de ciudades y las
encomiendas estuvieron estrechamente ligadas
debido a que los encomenderos necesitaban un
centro urbano como base de organización, y las
ciudades solamente podían existir si contaban con
la fuerza de trabajo de los indios encomendados.
Para entender la relación de los monarcas
españoles con sus súbditos americanos, es necesario
comprender cómo funcionaba el Estado
español. A partir del siglo XVI, los reinos españoles
formaron parte de “una comunidad europea
supranacional” y los historiadores han buscado
conceptos que pudieran entender este fenómeno
político con mayor precisión, calificándolo
con los términos de “imperio”, “federación”,
“confederación de Estados”, “monarquía pluriestatal”
o la “monarquía compuesta” (Elliott,
1990; Galasso, 2000). Según Pagden (1991) fue
una “confederación de principados” reunidos en la persona de un solo rey que poseía una
administración imperial y sólo se pudo hablar
del imperio compuesto por provincias a partir
del reinado Felipe V (1700-1746), es decir del
reinado de los Borbones.
El conjunto de los dominios de la monarquía
no formaba una realidad institucional unitaria;
estaba constituida por la unión personal de
muchos Estados bajo el mismo soberano. Esta
comunidad estaba conformada por los mismos
territorios que la España actual, pero Cataluña,
que formaba parte del reino de Aragón, era más
extensa, ya que incluía el Rosellón y la Cerdeña,
regiones que Francia anexó en 1659 con el
tratado de los Pirineos. Además, la monarquía
española incluía posesiones en Italia: el reino
de Nápoles, el ducado de Milán, fortalezas en
la costa toscana; en el Franco Condado, en Alemania
y en los Países Bajos. Fuera de Europa,
España poseía los enormes territorios americanos,
a finales del siglo XVI, se adueñaron de
las Filipinas y, tras la toma de Granada (1492),
mantuvieron en sus manos varias fortalezas en
África como Melilla. Cada una de estas formaciones
políticas era autónoma y jurídicamente
independiente respecto a las demás.
Pese al intento centralizador dirigido a construir
una unidad administrativa e institucional en
estos territorios tan diversos, las distintas posesiones
españolas se diferenciaban por su grado de
integración. La falta de homogeneidad existente
entre las unidades políticas que conformaban el
conjunto de las posesiones españolas se compensaba
a través de la relación única, exclusiva y directa
que tenía cada una de ellas con el Príncipe. Castilla
constituía el corazón de este conjunto político y
las Indias fueron consideradas reinos dentro del
marco de su organización administrativa. En la
época moderna, el reino de Castilla comprendía
Galicia, Andalucía, las provincias vascas, Santander,
las Castillas, Extremadura. Los reinos de Indias
fueron incorporados a la Corona de Castilla con
una administración independiente bajo un consejo
propio, con su propia legislación (Leyes de Indias)
y con un sistema institucional particular. La naturaleza
jurídica de los territorios al otro lado del
Atlántico fue distinta de la existente en la península
ibérica, a pesar de que en todos ellos, se utilizó los
mismos elementos políticos (Altuve-Febres, 1996).
Las Indias fueron incorporadas a la Corona de
Castilla, según Solórzano, como reinos vasallos
sin perder ninguno de los derechos, formas y privilegios
reconocidos por la monarquía.
La monarquía hispánica estaba compuesta
por una multiplicidad de órdenes y estados, comunidades
y cuerpos, provincias y reinos; cada uno de ellos gozaba de un estatus particular ante
la ley. La autoridad del monarca preservaba la
armonía y orden entre las partes mediante la
agregación de derechos y privilegios en cada una
de estas entidades particulares. Pero el poder
real terminaba donde empezaban los derechos
de los súbditos y, como guardianes de la ley, los
gobernantes fueron investidos con fuerza para
proteger sus derechos.
Los monarcas sólo monopolizaron legítimamente
lo que se conocía como “asuntos de
Estado” –es decir los asuntos de guerra y paz,
patronazgo y distribución de cargos– y no reconocieron
ninguna limitación legítima de sus
decisiones. Más allá de las limitaciones prácticas,
como la distancia, los recursos, la falta de información,
el poder del rey se atenía a sus limitaciones
legales y teóricas: era un poder limitado
o constitucional. Esta forma de funcionamiento
de la estructura política plural de la monarquía
española ha recibido el nombre de pactismo. Se
trata de una relación bilateral entre el rey y los
vasallos que conlleva derechos y deberes recíprocos,
respetados por ambas partes (Guerra, 1993).
Esta lógica de relación entre la monarquía
absoluta y el orden social corporativo (colectivo)
había penetrado profundamente en la cultura
política de la monarquía hispánica. El célebre
aforismo “obedecer pero no cumplir” no significaba
de ninguna manera una práctica o costumbre
introducida por los súbditos, sino un principio
por el cual el rey no podía fallar ni ordenar algo
sin previo conocimiento detallado del caso y sin
consultar a las autoridades de cada región afectada.
La estructura política plural de la monarquía
española estaba inspirada en la metáfora corporal,
empleada en el discurso político medieval para
resaltar la unidad en que se englobaban todos
los miembros de una comunidad, comparable en
estos aspectos al cuerpo humano.
La sociedad era pensada como un organismo
cuyo bienestar dependía del desempeño autónomo,
armónico y coherente de las funciones de
varios órganos o miembros. La metáfora organicista
tenía sus raíces en la Edad Media y consistía
en la comparación de la sociedad con el cuerpo
humano basada en la idea que, para la correcta
organización de la sociedad, no se debía partir de
la consideración del individuo aislado sino de los
grupos en el que se integraban (Hespahna, 1982).
Los individuos, instituciones y estamentos eran
parte del cuerpo de la República, y constituían el
ordenamiento social estamental. Unas partes del
cuerpo humano se comparaban con las funciones
realizadas por los miembros de la sociedad. Esto
no significaba la igualdad de sus miembros o la
uniformidad de sus funciones, sino un orden jerárquico
de funciones (espiritual, militar, judicial,
productivo) y una jerarquía de cargos y personas
(clero, nobles, jueces). Durante el siglo XVII, predominó
la idea de que era imposible conseguir
una administración absolutamente centralizada
con el poder concentrado en el soberano que se
comparaba con un monstruoso cuerpo reducido
exclusivamente a su cabeza.
En el reino castellano, la doctrina corporativa
tuvo una doble interpretación: por un lado, se
presentaba al rey como cabeza del cuerpo místico
formado por todo el reino, mientras que por
otro, el propio reino y sus diferentes estamentos
eran considerados como miembros de un cuerpo.
La idea era que la función de la cabeza no debía
destruir la autonomía del cuerpo social inferior,
sino más bien mantener la armonía entre todos los
miembros, atribuyendo a cada uno el lugar que le
era propio y garantizando a cada cual su fuero o
derecho (Hespanha, 1988). Cada miembro de la
sociedad o corporación estaba predestinado a ocupar
un lugar concreto en ese cuerpo, y cualquier
intento de modificar esta adscripción generaba
graves anomalías. Las instituciones judiciales y
administrativas, tanto en el nivel regional como
en el local, en calidad de cuerpos (las audiencias,
así como las corporaciones eclesiásticas y fiscales)
gozaban de correspondencia directa con el rey y
distintos consejos (Consejo de Estado, Consejo de
Guerra de la Inquisición o los consejos territoriales
como el Consejo Real de Castilla, Consejo de Aragón,
Consejo de Indias, Consejo de Italia, Consejo
de Flandes y Consejo de Portugal).
Esto se traducía en América en que, de alguna
manera, se limitaba las atribuciones de la autoridad
virreinal. Por tanto, este dispositivo terminaba
generando cierto equilibrio de poderes basado en
la sobreposición e imbricación de las instituciones,
corporaciones y comunidades políticas, representadas
cada uno con derechos y deberes específicos y
privilegios que se definían en relación con los otros
grupos y con el Estado (Guerra, 1993).
Las relaciones de poder se caracterizaban
por la ausencia física y la lejanía del rey. Esta
peculiaridad requería el empleo de nuevos mecanismos que posibilitaran el funcionamiento
del sistema colonial. El monopolio político que
mantenía el poder real, impulsaba y fomentaba
luchas de competencia entre diversas estructuras
de autoridad como el virreinato, las audiencias
reales, los corregimientos, los cabildos y la Iglesia.
Las fuerzas políticas locales estaban equilibradas
hasta el punto de que cada cual temía el posible
fortalecimiento de la otra. Estas estructuras estaban
obligadas a depender de un órgano central
y supremo de coordinación.
El poder central terminaba bloqueando toda
tentativa de resolución final de los grupos en disputa,
de forma tal que las luchas no lo socavaban
sino que lo favorecían. De esta manera se establecían
las interdependencias del poder propuestas por
Norbert Elias (1993), que se formaron, además,
en una sociedad controlada por redes interpersonales
alimentadas por la amistad, el intercambio
de favores o las alianzas familiares, y la larga duración.
La relación entre el rey y sus súbditos era
parte de un importante campo de intercambios
múltiples y recíprocos de favores, basados en un
sistema de fidelidades, lealtades y pactos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario