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jueves, 8 de septiembre de 2022

Las guerras civiles entre los encomenderos y la Corona - El Estado español y América

Introducción

A la conquista, con sus enfrentamientos y negociaciones, sucedió una etapa en la que los distintos actores sociales de la época (encomenderos, la Corona española, la Iglesia, sucesores de los incas, miembros de dinastías regionales y locales) intentaron ganar terreno para su propio beneficio en lo administrativo, económico y político. Hubo luchas y confrontaciones por espacios de poder en busca de la consolidación de las instituciones y del orden con un mayor control estatal. Entonces, salieron a la luz todas las polémicas que desataron la conquista y los cuestionamientos en torno al sistema colonial y de dominación, motivados por el control económico, el acceso a los recursos naturales, a la tierra y a la fuerza de trabajo. También se quiso llevar a cabo sueños de utopía e imaginarios concebidos por diferentes sectores ante la posibilidad de construir algo nuevo.

La población nacida en América comenzó a vivir en esta etapa bajo un orden estatal creado desde instancias de un Estado europeo lejano y desconocido, con el que la mayor parte de la población local difícilmente podía identificarse ni considerarse representada por él (Pietschmann, 1989). Desde el inicio, se planteó la necesidad de encontrar un ordenamiento jurídico para el gobierno de América. Por esos años, el control de la situación había estado en manos de quienes lideraron la empresa de la conquista, convertidos en encomenderos. La Corona intentó regular las atribuciones de estos encomenderos que, entonces, controlaban efectivamente los espacios del territorio americano y podían movilizar a la población indígena de sus encomiendas tanto como fuerza de trabajo como para formar tropas de exploración, conquista y control del territorio. Sin embargo, al implementar su proyecto, la Corona no contó con la posibilidad de que este grupo fuera construyendo su propio proyecto. Por su parte, los proyectos de la Iglesia católica no coincidían con la visión estatal respecto a la cuestión indígena y el trabajo forzado.

El Estado español y América

El Estado español, convertido en un imperio colonial en el siglo XVI, no fue una estructura que se mantuvo sin cambios a lo largo de varios siglos. Al momento de la conquista de América, España acababa de ingresar a una nueva etapa de su existencia después de la Reconquista, es decir la expulsión de los musulmanes de la península ibérica, y estaba en camino a convertirse en un Estado moderno, intentando unificar a sus distintos reinos, usando principalmente la idea de una religión unitaria para fortalecer una política unificada y el control de la monarquía, aunque con la supremacía del reino de Castilla. A pesar de esto, y debido principalmente a la falta de capacidad financiera, España había tenido que recurrir a acuerdos con particulares para llevar adelante la empresa de la conquista, cuya compensación conllevaba, de alguna forma, el riesgo de convertir los territorios conquistados en feudos con poder militar, judicial y civil. En la zona andina, las luchas entre los Pizarro y Almagro habían demostrado que esta situación podía llegar a extremos imprevisibles y a la pérdida de control de la monarquía en estos territorios. En la segunda mitad del siglo XVI, la Corona intentó establecer las bases del control estatal en América y frenar el ejercicio del poder de los particulares.

Con este propósito, se considera que la Corona apeló a varios mecanismos principales que se pusieron en funcionamiento: 1) la Iglesia que, desde el inicio, suministró la base ideológica de la evangelización como justificación de la conquista y dominio colonial; 2) el sistema administrativo conformado como burocracia para coordinar e implementar en América las decisiones de la Corona; 3) el sistema de control de tierras, fuerza de trabajo y la producción representado en esta etapa por la encomienda; 4) un sistema fiscal basado en tributos que se constituyó en la fuente indispensable de recursos, y 5) un sistema comercial basado en el monopolio que intentaba garantizar el control de las actividades comerciales entre España y las colonias.

Estos mecanismos fueron variando a lo largo del siglo XVI, con grandes cambios al inicio y al final del mismo. Pietschmann (1989) consideró que hubo tres factores que hicieron posible la consolidación de la estructura colonial implementada por la Corona española: la fundación de ciudades para españoles como bases administrativas, militares y políticas; la encomienda bajo el control estatal y el reconocimiento de los derechos de las élites indígenas en sus estratos medios. Las fundaciones de ciudades y las encomiendas estuvieron estrechamente ligadas debido a que los encomenderos necesitaban un centro urbano como base de organización, y las ciudades solamente podían existir si contaban con la fuerza de trabajo de los indios encomendados.

Para entender la relación de los monarcas españoles con sus súbditos americanos, es necesario comprender cómo funcionaba el Estado español. A partir del siglo XVI, los reinos españoles formaron parte de “una comunidad europea supranacional” y los historiadores han buscado conceptos que pudieran entender este fenómeno político con mayor precisión, calificándolo con los términos de “imperio”, “federación”, “confederación de Estados”, “monarquía pluriestatal” o la “monarquía compuesta” (Elliott, 1990; Galasso, 2000). Según Pagden (1991) fue una “confederación de principados” reunidos en la persona de un solo rey que poseía una administración imperial y sólo se pudo hablar del imperio compuesto por provincias a partir del reinado Felipe V (1700-1746), es decir del reinado de los Borbones.

El conjunto de los dominios de la monarquía no formaba una realidad institucional unitaria; estaba constituida por la unión personal de muchos Estados bajo el mismo soberano. Esta comunidad estaba conformada por los mismos territorios que la España actual, pero Cataluña, que formaba parte del reino de Aragón, era más extensa, ya que incluía el Rosellón y la Cerdeña, regiones que Francia anexó en 1659 con el tratado de los Pirineos. Además, la monarquía española incluía posesiones en Italia: el reino de Nápoles, el ducado de Milán, fortalezas en la costa toscana; en el Franco Condado, en Alemania y en los Países Bajos. Fuera de Europa, España poseía los enormes territorios americanos, a finales del siglo XVI, se adueñaron de las Filipinas y, tras la toma de Granada (1492), mantuvieron en sus manos varias fortalezas en África como Melilla. Cada una de estas formaciones políticas era autónoma y jurídicamente independiente respecto a las demás.

Pese al intento centralizador dirigido a construir una unidad administrativa e institucional en estos territorios tan diversos, las distintas posesiones españolas se diferenciaban por su grado de integración. La falta de homogeneidad existente entre las unidades políticas que conformaban el conjunto de las posesiones españolas se compensaba a través de la relación única, exclusiva y directa que tenía cada una de ellas con el Príncipe. Castilla constituía el corazón de este conjunto político y las Indias fueron consideradas reinos dentro del marco de su organización administrativa. En la época moderna, el reino de Castilla comprendía Galicia, Andalucía, las provincias vascas, Santander, las Castillas, Extremadura. Los reinos de Indias fueron incorporados a la Corona de Castilla con una administración independiente bajo un consejo propio, con su propia legislación (Leyes de Indias) y con un sistema institucional particular. La naturaleza jurídica de los territorios al otro lado del Atlántico fue distinta de la existente en la península ibérica, a pesar de que en todos ellos, se utilizó los mismos elementos políticos (Altuve-Febres, 1996). Las Indias fueron incorporadas a la Corona de Castilla, según Solórzano, como reinos vasallos sin perder ninguno de los derechos, formas y privilegios reconocidos por la monarquía.

La monarquía hispánica estaba compuesta por una multiplicidad de órdenes y estados, comunidades y cuerpos, provincias y reinos; cada uno de ellos gozaba de un estatus particular ante la ley. La autoridad del monarca preservaba la armonía y orden entre las partes mediante la agregación de derechos y privilegios en cada una de estas entidades particulares. Pero el poder real terminaba donde empezaban los derechos de los súbditos y, como guardianes de la ley, los gobernantes fueron investidos con fuerza para proteger sus derechos.

Los monarcas sólo monopolizaron legítimamente lo que se conocía como “asuntos de Estado” –es decir los asuntos de guerra y paz, patronazgo y distribución de cargos– y no reconocieron ninguna limitación legítima de sus decisiones. Más allá de las limitaciones prácticas, como la distancia, los recursos, la falta de información, el poder del rey se atenía a sus limitaciones legales y teóricas: era un poder limitado o constitucional. Esta forma de funcionamiento de la estructura política plural de la monarquía española ha recibido el nombre de pactismo. Se trata de una relación bilateral entre el rey y los vasallos que conlleva derechos y deberes recíprocos, respetados por ambas partes (Guerra, 1993).

Esta lógica de relación entre la monarquía absoluta y el orden social corporativo (colectivo) había penetrado profundamente en la cultura política de la monarquía hispánica. El célebre aforismo “obedecer pero no cumplir” no significaba de ninguna manera una práctica o costumbre introducida por los súbditos, sino un principio por el cual el rey no podía fallar ni ordenar algo sin previo conocimiento detallado del caso y sin consultar a las autoridades de cada región afectada. La estructura política plural de la monarquía española estaba inspirada en la metáfora corporal, empleada en el discurso político medieval para resaltar la unidad en que se englobaban todos los miembros de una comunidad, comparable en estos aspectos al cuerpo humano.

La sociedad era pensada como un organismo cuyo bienestar dependía del desempeño autónomo, armónico y coherente de las funciones de varios órganos o miembros. La metáfora organicista tenía sus raíces en la Edad Media y consistía en la comparación de la sociedad con el cuerpo humano basada en la idea que, para la correcta organización de la sociedad, no se debía partir de la consideración del individuo aislado sino de los grupos en el que se integraban (Hespahna, 1982). Los individuos, instituciones y estamentos eran parte del cuerpo de la República, y constituían el ordenamiento social estamental. Unas partes del cuerpo humano se comparaban con las funciones realizadas por los miembros de la sociedad. Esto no significaba la igualdad de sus miembros o la uniformidad de sus funciones, sino un orden jerárquico de funciones (espiritual, militar, judicial, productivo) y una jerarquía de cargos y personas (clero, nobles, jueces). Durante el siglo XVII, predominó la idea de que era imposible conseguir una administración absolutamente centralizada con el poder concentrado en el soberano que se comparaba con un monstruoso cuerpo reducido exclusivamente a su cabeza.

En el reino castellano, la doctrina corporativa tuvo una doble interpretación: por un lado, se presentaba al rey como cabeza del cuerpo místico formado por todo el reino, mientras que por otro, el propio reino y sus diferentes estamentos eran considerados como miembros de un cuerpo. La idea era que la función de la cabeza no debía destruir la autonomía del cuerpo social inferior, sino más bien mantener la armonía entre todos los miembros, atribuyendo a cada uno el lugar que le era propio y garantizando a cada cual su fuero o derecho (Hespanha, 1988). Cada miembro de la sociedad o corporación estaba predestinado a ocupar un lugar concreto en ese cuerpo, y cualquier intento de modificar esta adscripción generaba graves anomalías. Las instituciones judiciales y administrativas, tanto en el nivel regional como en el local, en calidad de cuerpos (las audiencias, así como las corporaciones eclesiásticas y fiscales) gozaban de correspondencia directa con el rey y distintos consejos (Consejo de Estado, Consejo de Guerra de la Inquisición o los consejos territoriales como el Consejo Real de Castilla, Consejo de Aragón, Consejo de Indias, Consejo de Italia, Consejo de Flandes y Consejo de Portugal).

Esto se traducía en América en que, de alguna manera, se limitaba las atribuciones de la autoridad virreinal. Por tanto, este dispositivo terminaba generando cierto equilibrio de poderes basado en la sobreposición e imbricación de las instituciones, corporaciones y comunidades políticas, representadas cada uno con derechos y deberes específicos y privilegios que se definían en relación con los otros grupos y con el Estado (Guerra, 1993).

Las relaciones de poder se caracterizaban por la ausencia física y la lejanía del rey. Esta peculiaridad requería el empleo de nuevos mecanismos que posibilitaran el funcionamiento del sistema colonial. El monopolio político que mantenía el poder real, impulsaba y fomentaba luchas de competencia entre diversas estructuras de autoridad como el virreinato, las audiencias reales, los corregimientos, los cabildos y la Iglesia. Las fuerzas políticas locales estaban equilibradas hasta el punto de que cada cual temía el posible fortalecimiento de la otra. Estas estructuras estaban obligadas a depender de un órgano central y supremo de coordinación.

El poder central terminaba bloqueando toda tentativa de resolución final de los grupos en disputa, de forma tal que las luchas no lo socavaban sino que lo favorecían. De esta manera se establecían las interdependencias del poder propuestas por Norbert Elias (1993), que se formaron, además, en una sociedad controlada por redes interpersonales alimentadas por la amistad, el intercambio de favores o las alianzas familiares, y la larga duración. La relación entre el rey y sus súbditos era parte de un importante campo de intercambios múltiples y recíprocos de favores, basados en un sistema de fidelidades, lealtades y pactos.

Mapamundi 1575


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