La Gasca comenzó sus funciones como virrey haciendo
una nueva repartición de encomiendas (el
llamado “reparto de Huaynarima”) y se procedió
al relevo del grupo privilegiado de los encomenderos
que adquirió proporciones inauditas debido
a las crecientes ambiciones de los pretendientes
a los favores regios. Se resquebrajó el estrecho
círculo de los pizarristas descendientes de los
conquistadores que habían acaparado el acceso
a los bienes y favores. Los que lucharon al lado
del rey no pretendían abolir la encomienda, más
al contrario, aspiraban a gozar su posesión, ampliando
sus propiedades o recibiéndolas en lugar
de los encomenderos depuestos. La Gasca hizo
el nuevo reparto de encomiendas entre todos los
que habían colaborado con él en la lucha contra
Gonzalo Pizarro. Para esto contaba con 150
repartimientos quitados a los vencidos en Sajsahuana
en 1548. Sin embargo, todavía aspiraban
ser reconocidos más de 2.500 hombres armados
que luchaban bajo su mando.
En abril de 1548, el presidente La Gasca
tuvo que proclamar un nuevo reparto antes de
promulgar la tasa (o disposiciones legales que
regularizaban el trabajo de los indígenas), debido
a que los que se habían puesto bajo las banderas
del rey esperaban ser recompensados. Muchos de
estos hombres armados denominados soldados
-es decir españoles sin ningún medio de subsistencia-
se dirigieron a Potosí para buscar fortuna
y allí protagonizaron innumerables rencillas y
peleas. La Gasca solicitó la llegada al Perú de
Antonio de Mendoza que estaba ejerciendo el
cargo de virrey de México (1535-1551) para organizar
el virreinato, puesto que él debía regresar a
España. A pesar de que La Gasca actuó con mano
dura, por lo que existían quejas en su contra en la corte de Madrid, llegó a España con gran caudal
y ocupó cargos importantes en la Iglesia.
El regreso de La Gasca y la pronta muerte,
en julio de 1552, del virrey Antonio de Mendoza
fueron aprovechados por los descontentos deseosos
de obtener mayores beneficios económicos.
En marzo de 1553, en La Plata, varios conjurados
veteranos de la conquista y de las guerras civiles,
dirigidos por Sebastián de Castilla que llegó del
Cusco, asesinaron al gobernador y justicia mayor
de La Plata y Potosí, Pedro Alonso de Hinojosa,
y detuvieron a varios funcionarios reales. Paralelamente,
en Potosí se produjo un disturbio de
soldados encabezado por Egas de Guzmán y Vasco
Godínez quiénes se apoderaron del dinero de
las cajas reales. Sin embargo, este motín no tuvo
mayor repercusión puesto que el cabildo de La
Paz no apoyó esta aventura que finalmente duró
tan sólo siete días. La comisión que enseguida
llegó a La Plata, dirigida por el mariscal Alonso
de Alvarado, castigó duramente a los culpables,
ahorcando, decapitando o desterrando a los sospechosos.
Vasco Godínez fue descuartizado y se
le puso un cartel que decía: “A este hombre, por
traidor a Dios, al Rey y a sus amigos, mandan
arrastrar y hacer cuartos”.
A pesar de las crueles medidas tomadas para
aplastar los intentos de sublevación, meses más
tarde, a la llegada de la provisión de La Gasca
sobre la extinción de los servicios personales, los
encomenderos decidieron probar su suerte una
vez más. El escenario del nuevo alzamiento fue
Cusco, capitaneado por Francisco Hernández Girón
que representaba los intereses de los vecinos
de esta zona baluarte del poder encomendero. En
noviembre de 1553, Hernández Girón detuvo al
corregidor y mediante un cabildo en el Cusco se
proclamó la autoridad suprema del Perú como
procurador en la defensa de los derechos vecinales.
Mandó esta noticia a la Audiencia de Lima
y quedó a la espera del apoyo de los vecinos de
Arequipa, Guamanga, La Paz y La Plata. Sin embargo,
las filas de los encomenderos charqueños
habían sido depuradas después de la derrota de
Godínez. Además, el mariscal Alonso de Alvarado,
que todavía se encontraba en La Plata, movilizó
hombres y medios para aplastar la rebelión que
duró trece meses. Aunque esta rebelión fue la que
más similitudes tenía con la de Gonzalo Pizarro,
Barnadas (1973) opina que, a diferencia de éste
y otros sublevados anteriores como Almagro,
Francisco Pizarro, Godínez y Guzmán, Hernández
Girón no llegó a comprender la importancia
estratégica y económica de Charcas, lo que causó
el fracaso de su movimiento.
Una vez más se castigó duramente a los
rebeldes. Hernández Girón fue decapitado y su
cabeza puesta en el rollo de la ciudad de Lima
en una jaula de hierro, al lado de las de Gonzalo
Pizarro y Francisco de Carvajal. No obstante,
se vio que las medidas de represión no eran suficientes
y, por miedo a una posible repetición,
la Corona decretó un perdón general para los
culpables. Sin embargo, si la política de represión
detuvo poco a los descontentos, “la política
pacificadora mediante amnistías” produjo, según
Barnadas, una desmoralización política. El fruto
de la implementación de ambas fue el establecimiento
de un pacto entre los encomenderos y la
Corona que tuvo que suavizar las exigencias de
las Leyes Nuevas y buscar otras salidas mucho
más diplomáticas, sutiles y perspicaces.
En 1556, el virrey Hurtado de Mendoza,
marqués de Cañete (1556-1560), terminó con
los últimos intentos de rebeldía y, a partir de entonces,
se consolidó la imagen y la autoridad del
virrey. Muchos de los capitanes que participaron
en estas luchas terminaron viviendo en ciudades
como La Plata, Potosí y La Paz, como Gabriel
de Rojas, Diego Centeno, Lorenzo Aldana, Polo
de Ondegardo, Diego de Mendoza y otros que
fueron encomenderos de Charcas.
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