En 1546, la Corona envió al sacerdote Pedro de
La Gasca con el cargo de presidente de la Real
Audiencia de Lima para desmantelar la rebelión
de Gonzalo Pizarro. La Gasca, que quedó para
la historia con el apelativo de “pacificador del
Perú”, logró poco a poco que varios partidarios
de Pizarro se pasaran a sus filas. En la batalla de
Huarina (20 de octubre de 1547), a orillas del
lago Titicaca, Pizarro logró imponerse sobre las
fuerzas reales. Los cronistas que escribieron sobre
esta batalla coincidieron en que ésta fue la más
sangrienta de las guerras civiles: hubo grandes
pérdidas en ambos bandos, sobre todo en el de
los realistas, con alrededor de 300 a 400 muertos
y muchos heridos (Espino López, 2012).
Sin embargo, más tarde, los dos ejércitos se
enfrentaron en la batalla de Jaquijahuana (Sajsahuana),
el 9 abril de 1548 y Gonzalo Pizarro
fue derrotado. Éste fue decapitado junto con sus
principales capitanes y más de 300 personas fueron sentenciadas a muerte. La cabeza de Pizarro
fue llevada a Lima y se la colocó en un rollo con
un rótulo que indicaba: “esta es la cabeza del
traidor Gonzalo Pizarro, que se levantó en el
Perú contra su Magestad y dio batalla contra su
estandarte real”. Sus casas en Cusco, La Plata y
Porco fueron arrasadas y los terrenos cubiertos
con sal.
El análisis de la rebelión muestra un universo
complejo basado en la existencia de redes
familiares y sociales de poder del bando pizarrista
en el Perú y en Charcas, la capacidad de hacer
el uso de las ideas jurídico–políticas y el uso
de los recursos legales, económicos, militares
(Lockhard, 1982; Barnadas, 1973; Lohmann
Villena, 1977; Varón Gabay, 1986; Presta, 2000).
Sin embargo, Lorandi (2002) sostiene que tanto
entre los rebeldes y los realistas así como en el
bando de los propios rebeldes hubo dos lógicas
complementarias y opuestas: el interés privado
y el respeto a la autoridad real. Todos estos aspectos
permiten visibilizar el enfrentamiento de
los proyectos y modelos políticos. Mientras que
la Corona deseaba instituir el Estado moderno,
en el imaginario colectivo y aparato jurídico de
los conquistadores convivían los paradigmas
propios de la baja Edad Media. Los encomenderos
rebeldes que se basaban en las ideas de los
derechos medievales, ya caducos en España, se
sintieron disconformes con el avance de las ideas
de la modernidad que se gestaba en la metrópoli.
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