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martes, 23 de abril de 2013
Cuando La Paz era una ciudad apacible
La Paz, 1845.- Un periodista francés destacado aquí, inconfundible en las calles de La Paz, accedió a comentar a este medio de prensa su visión de la vida en esta ciudad.
Respecto a la parte edilicia de la misma, destacó “las calles en pendiente, su angostura y su carencia de empiedre. Las casitas de adobe de planta baja y con techos de paja las más, y sólo algunas de tejas, se abren por anchas puertas reforzadas con clavos de cabeza labrada y lucen amplios balcones de madera de cedro tallada, donde florecen macetas de claveles, rosas o geranios”.
En cuanto a la vida social en las calles, le llamó la atención ver a los campesinos circulando con sus asnos o llamas cargados de provisiones o combustible (taquia), así como los arrieros que conducen sus recuas que transportan (según averiguó) desde Tacna y Arica, odres de licor, ají, arroz y harina del Perú y artículos manufacturados de Europa llenando de ruido los espacios con el repique sonoro de las esquilas.
El francés dijo que también se distrajo “mirando cómo algunos vagos discurren lentamente bajo la sombra de los aleros portando una pequeña imagen de cobre, un platillo y recogiendo limosnas de los pulperos y mercachifles que, apostados detrás de sus mostradores, siguen con indolencia las peripecias de algún juego de azar en que están empeñados sus casuales parroquianos y clientes”.
Destacó también el haber visto unos “chicos de pata desnuda, rotosos y sin sombrero, que corren haciendo volar sus voladores de papel seda tricolor y de largas caídas, pues la calle sirve para todos los usos y en su arroyo, Choqueyapu, se bañan las cabalgaduras y las mujeres del pueblo van a lavar sus ropas”.
Por otra parte, aunque también en detrimento de la dignidad indígena, el Reglamento de Revisitas de 1831 reconoce nuevamente como en los mejores tiempos del coloniaje, las categorías de “indígenas reservados”, para la atención del servicio de iglesias y de los mismos curas. De El Chasqui.
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