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domingo, 8 de junio de 2014

JUAN MISAEL SARACHO



(Disertación del catedrático Dr. Octavio O'Connor d’Arlach, en la inauguración del Año Académico 1957)

Han transcurrido muchos días desde aquel en que se cumplieron cien años del nacimiento de uno de los más esclarecidos personajes tarijeños y de los más eminentes ciudadanos de Bolivia: el doctor Juan Misael Saracho. Ese centenario debió haberse celebrado en toda la República con todo el realce con que los pueblos suelen patentizar su justo reconocimiento a los hombres que laboraron arduamente por su engrandecimiento y su cultura. Entre los pueblos bolivianos ninguno estaba más llamado a magnificar esa fecha, desplegando el caudal de su emotividad, de su entusiasmo y ardor cívico, que esta tierra que es la del nacimiento del prócer y la que nutrió los sueños de su infancia y tempranamente acicaló su espíritu con las virtudes que habían de caracterizarlo en toda la trayectoria de su vida. Y en Tarija, correspondía, ante todo, a la Universidad “Juan Misael Saracho” consagrar un homenaje fervoroso y un recuerdo emocionado a aquel cuyo nombre tomó ella como égida y como lábaro para desenvolver su acción educativa inspirándose en el ejemplo del gran educador tarijeño.

Desafortunadamente, acontecimiento de tanta significación y trascendencia pasó casi inadvertido para el público, embargado por las preocupaciones políticas y económicas en que se debatía el país. La Universidad, entretanto, en pleno período de vacaciones y cuando la dispersión de profesores y alumnos hacía casi imposible la realización de actos académicos que revistieran la jerarquía deseable, vióse obligada a dejar transcurrir en silencio esa fecha, postergando su homenaje para la primera oportunidad que se le presentara, que es precisamente este acto solemne de la inauguración de su año lectivo. Ha querido, pues, que en él se exteriorizara el sentimiento de veneración y gratitud que catedráticos y alumnos, unánimemente, profesan a la egregia figura de Saracho, iniciándose, con esta breve disertación que me ha sido encomendada, la serie de actuaciones académicas destinadas a honrar su memoria. Procuraré esbozar, siquiera, los rasgos más salientes de su personalidad y de su obra.
Nacido en esta ciudad, el 27 de enero de 1857, cursó en ella sus estudios de primaria y de secundaria, destacándose entre sus condiscípulos por su claro talento y constante aplicación, cualidades que le hicieron, más tarde, brillar también en la Universidad. Es todo cuanto sabemos de esa primera etapa de su vida, que transcurrió, seguramente, con el ritmo sosegado y monótono que imprimía a Tarija su ambiente conventual, en la segunda mitad del siglo XIX. Vencidos los seis años de humanidades en el Colegio Nacional “San Luis”, su anhelo de cultura y de adquirir una profesión, lo lleva a Sucre, donde ingresa a la Universidad Mayor de “San Francisco Xavier”, que atrae, con su secular prestigio, a todos los bachilleres tarijeños. En 1873 se recibe de abogado, coronando así toda una serie de sacrificios que se impuso en aras de su vocación, pues no poseyendo bienes de fortuna, gran parte de su tiempo tuvo que dedicarlo a la lucha por la vida y, robando horas al sueño, a copiar, en las noches, los textos de estudio que le prestan sus compañeros, según solía él, más tarde, contar a sus amigos.
De Sucre se traslada a Camargo donde se entrega al ejercicio de la profesión, pero, sus inclinaciones a la docencia se imponen cada día con más fuerza a su espíritu y no tarda en fundar un establecimiento de secundaria al que bautiza con el nombre de “Liceo Porvenir”, exteriorizando así su invariable convencimiento de que el porvenir de la patria debía cifrarse, por encima de todo, en la educación. Se siente feliz pensando en el aporte que hará a la cultura y al progreso del país con ese hogar espiritual donde las jóvenes generaciones podrán adquirir los conocimientos humanísticos y prepararse para la universidad y para la vida; pero, muy pronto tiene que abandonarlo todo, pues ha estallado la guerra del Pacífico y él se apresura a cumplir el deber patrio con la plenitud de decisión y de fervor que suele poner en todo lo que hace. Forma el escuadrón Camargo con los profesores y alumnos del curso, y como segundo comandante de aquél concurre a la campaña. El desenlace de ésta, desastroso para Bolivia, amargó su corazón, pero afirmó, sin duda, su resolución de consagrarse a la enseñanza, pensando en que ella transformaría, andando el tiempo, las condiciones adversas en que nuestro país tuvo que afrontar al enemigo.
De regreso a Camargo, reanuda, en su Liceo, con renovado entusiasmo, sus actividades docentes. Sin embargo, poco después, busca para ellas y para su propio desenvolvimiento Intelectual, más amplios horizontes, y se traslada a Potosí. Allí, al lado de un selecto grupo de hombres de estudio, se ocupa activamente de la educación primaria, en cuyo terreno recoge observaciones y experiencias que le servirán más tarde para emprender, desde el Ministerio de Instrucción, las grandes reformas que han de consagrarlo como a un verdadero pionero de la educación boliviana. Funda el periódico “El Tiempo” que le brinda la oportunidad de difundir sus ideales y que pronto descuella, entre los órganos de la prensa nacional, como una tribuna de civismo, de honradez y de cultura.
La conducta siempre rectilínea de Saracho, la ponderación de su criterio, la serenidad y firmeza de su carácter, en una palabra, los altos quilates de su personalidad, acrecientan rápidamente su prestigio en un pueblo, que sin ser el suyo, lo rodea de sus simpatías y le tributa el reconocimiento de sus méritos. Elegido munícipe, su labor edilicia fue tan eficiente que en varios períodos fue, nuevamente, llevado a la comuna. Designado Director del Colegio “Pichincha” acepta gustoso el cargo encontrando en él otra oportunidad preciosa para ahondar su experiencia sobre educación secundaria. Designado Rector de la Universidad, la organiza y logra hacer de ella una entidad señera del progreso cultural y un verdadero foco de inquietudes espirituales. Posteriormente, el pueblo potosino lo elige su representante a la Convención Nacional que se reunió en Oruro en 1899, en la que Saracho se inicia con brillo en las lides parlamentarias, revelándose, sobre todo, como un expositor talentoso y convincente. Elegido senador por Tarija, en 1904, a poco de incorporarse a la Alta Cámara, deja su asiento del Senado para asumir las funciones de Ministro de Instrucción Pública y Justicia, bajo la presidencia de Montes. Luego, durante la administración de éste y de Villazón, desempeñará las carteras de Gobierno y Fomento y de Relaciones Exteriores y Culto. Elegido segundo vicepresidente en 1909, tocóle asumir transitoriamente la Presidencia provisoria de la Nación. En 1913, es elegido primer vicepresidente de la República, en cuya virtud le correspondió ocupar la presidencia del Senado, donde puso en evidencia su talento, su sagacidad y su tino extraordinario en la conducción de los debates.
Proclamado candidato a la Presidencia de la República por el período de 1917-1921, cuando el reconocimiento unánime de sus virtudes, sus prestigios de estadista y la popularidad que rodeaba su nombre en todos los distritos, hacían augurarle un triunfo rotundo en las urnas, la muerte vino a tronchar las esperanzas nacionales, sorprendiéndolo en la ciudad de Tupiza el 14 de octubre de 1915, mientras viajaba a Buenos Aires. Esta cruel jugada del destino privó a Tarija de uno de sus hijos más conspicuos y a Bolivia de un mandatario que habría sido, seguramente, uno de los más eminentes de su historia.
Es principalmente en la cartera de Instrucción Pública donde la figura de Saracho cobró mayor relieve, pues pocas veces la ocupó, en nuestro país, una mentalidad tan robusta, animada de un fervor patriótico tan sincero y de un anhelo tan hondo de resolver el problema educativo. Nadie, tal vez, antes de él, había meditado tanto sobre ese problema hasta hacerlo su preocupación constante, una especie de obsesión fecunda a la que nada podía sustraerlo y que parecía constituir la razón misma de su existencia.
Ágil en el pensar, pero cauteloso y metódico en la acción, jamás se precipita en la realización de sus proyectos, sino que, paso a paso, va ejecutando lo que en largas vigilias ha planeado minuciosamente. Dotado de una disciplina mental poco común y entregado al estudio y la lectura con avidez incesante, bebió en todas las fuentes los conocimientos que habría de utilizar para cumplir la gran misión que se había impuesto; pero también hizo acopio de la experiencia necesaria, que lo preservaría de las divagaciones teóricas, de los utopismos estériles, de los impulsos inocuos, que se malogran y se desvanecen en la realidad.
Contrasta el ritmo pausado que caracteriza a la reforma emprendida por él con la impaciente ligereza con que, en diversas épocas, se realizaron otras reformas educativas, de tan escasa vitalidad y consistencia, que pasaron fugazmente sin dejar huella alguna duradera. Empieza Saracho por reunir todos los datos a su alcance: analiza, compara, discrimina, para tener una visión clara de las fallas y deficiencias que, por entonces, aquejan al desenvolvimiento de la educación boliviana. Luego, convencido de que, principalmente, faltan en Bolivia verdaderos pedagogos, piensa que solo podría conseguirlos enviando a Europa grupos selectos de jóvenes que se empapen de la ciencia pedagógica y regresen luego a servir en el magisterio nacional; destaca al viejo Continente una comisión, encabezada por Daniel Sánchez Bustamante, encargada de estudiar los sistemas de enseñanza allí usados y cuyo informe serviría para la reforma que se propone; contrata pedagogos extranjeros para las escuelas y colegios del país; todo lo cual no le impide fundar al mismo tiempo, nuevas escuelas, importar material didáctico, fomentar la enseñanza rural y proyectar la primera Ley de Educación Indigenal.
Finalmente, se dicta el Plan General de Educación que es aprobado por la legislatura de 1908. Culmina así una larga serie de esfuerzos tesoneros para cimentar sobre nuevas bases la educación boliviana; pero la fecundidad de su propósito aún da margen para ir más allá de la obra realizada, y uno de sus mejores discípulos y colaboradores, precisamente Sánchez Bustamante que le sucede en el Ministerio, se encarga de completar esa obra fundando la Escuela Normal de Sucre, de la que se hace cargo la misión belga encabezada por Georges Rouma.
En torno a la obra de Saracho se han suscitado ardientes debates y apasionadas polémicas. Sus impugnadores le han reprochado lo que ellos llamaron su “extranjerismo” o sea el afán de buscar en otros países que no guardan similitud alguna con el nuestro, sistemas ajenos a la idiosincrasia del pueblo, a las necesidades del ambiente, en una palabra, a la realidad boliviana.
Naturalmente, la obra de Saracho no podía ser perfecta, siendo humana, pero es necesario situarse en la época en que a él le tocó actuar y comparar esa actuación con la de muchos otros de sus contemporáneos y predecesores para aquilatar en su justo valor el avance enorme que significaron sus realizaciones en materia de educación. Claro está que luego vendrá el filósofo de la educación boliviana, el gran Tamayo, que señalará rumbos quizá definitivos a la teoría educativa, pero nada podrá menoscabar la importancia de lo que nos legó el gran realizador que fue Saracho; prueba de ello es que pese a la versatilidad de nuestro país en el aspecto educativo, muchas de las reformas introducidas por él se mantienen vigentes en la actualidad. Su obra ha resistido al tiempo y a las pasiones políticas. El hecho de que el mismo Tamayo se haya educado en Europa y haya bebido gran parte de su saber en la Sorbona, antes de darnos, a su regreso a Bolivia, su magnífica “Creación de la Pedagogía Nacional”, parecería, hasta cierto punto, justificar la tesis de Saracho relativa al envío de jóvenes intelectuales a Europa. Por otra parte, la tendencia que irrumpe con Tamayo de crear una pedagogía nacional, de acuerdo con nuestras características raciales, con nuestros gustos y costumbres, puede considerarse como una consecuencia dialéctica de aquella tesis sustentada por Saracho. Sin ésta, no habríamos, tal vez, tenido aquélla.
De todo lo dicho podemos desprender que la figura del gran tarijeño está destinada a perpetuarse en nuestra historia como una de las preclaras de la República; y los fundadores de esta Universidad tuvimos una feliz inspiración al bautizarla con su nombre para cobijarla, como dije en otra oportunidad, “bajo la sombra tutelar del que fue un maestro en la plenitud de la palabra, un patriota en la acepción más pura del vocablo, un estadista dotado de una clara visión de la realidad, un político honrado, austero, de corte catoniano, cuya integridad moral jamás se mancilló en las deformaciones de la democracia criolla, un espíritu sereno, ponderado, vigoroso, ajeno al verbalismo y a los afanes retóricos, pero empeñoso en la acción y constante en la persecución de sus ideales, sobre todo un gran Ministro de Instrucción, que, al afrontar los sistemas de enseñanza abrió nuevos derroteros a la educación boliviana, convencido de que sólo preparando a las nuevas generaciones para las responsabilidades del ciudadano, es posible afianzar las conquistas democráticas de los pueblos, y acelerar su desenvolvimiento espiritual y material, cimentando sobre bases firmes el orden, la libertad y la justicia. Por todo eso y porque fue tarijeño de nacimiento y de corazón, en quien se conjugaron las mejores virtudes de la raza, Tarija se enorgullece de haber mecido su cuna y nosotros los de la Universidad “Juan Misael Saracho” buscamos en su recuerdo el ejemplo y la guía que iluminen nuestros pasos en la noble labor en que estamos empeñados”.

De la revista de la Universidad
“Juan Misael Saracho” N°s 18 y 19
Año VIII; Octubre 1957
Tarija - Bolivia

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