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martes, 29 de septiembre de 2015

Eduardo Abaroa, la persona y el héroe



A partir de que la historia recuperó al héroe, se inició el mito Eduardo Abaroa. La historia de su defensa del Litoral se ha consagrado como un relato fundacional de la identidad nacional boliviana. Se trata de una leyenda que configura nuestra memoria original y que, a partir del personaje, ha construido un imaginario colectivo de la Guerra del Pacífico y de la demanda histórica de un pueblo. Un civil que defendió con su vida —en el puente Topáter sobre el río Loa— “la patria amada que le vio nacer”, como lo describe el Canto a Abaroa, “un himno nuevo al valor” compuesto por Luis Felipe Arce y que entonamos cada 23 de marzo en los actos cívicos escolares.

Una sobrina nieta de Eduardo Abaroa, Valeria Azcárate, donó en julio al Archivo del Museo de Historia de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno siete legajos y una foto —de Irene, la hermana del héroe— que permiten conocer mejor a la familia del defensor del Litoral, y que a partir de ahora están disponibles para la consulta de los investigadores que quieran hacer una biografía completa del héroe y del hombre. Y, a través de ella, acercarse a todos los bolivianos que vivían en aquel departamento en el momento de la invasión chilena, comprendiendo algo de su cotidianidad, la gran olvidada cuando se estudian todas las guerras en general.

TERRENOS. Conocemos al héroe Abaroa, pero del hombre sabemos poco. Su biografía se repite en escritos y discursos, mas desde hace muchos años no conocemos nada nuevo, salvo algunas cartas encontradas por Mariano Baptista Gumucio o algunos descendientes que viven en nuestro país y en el vecino. Estos nuevos documentos llegados al archivo permiten arrojar una luz sobre la vida cotidiana del hombre-héroe y de su familia.

El padre de Eduardo Abaroa se llamaba Juan Abaroa, y estaba casado con Benita Hidalgo, peruana. Vivían en San Pedro de Atacama y eran dueños de terrenos agrícolas. Fueron padres de ocho hijos: Cesaria, Guadalupe, Ignacio, José, Eduardo, Gregoria, Corina e Irene.

Juan Abaroa murió en 1842 y como herencia dejó a sus hijos sus casas, sus huertas de peras, alfalfa y maíz en San Pedro de Atacama, además de una huerta de higueras y duraznos en Toconao, al sur de aquella ciudad. A su hija Cesaria le otorgó una casa, y en el documento instruye a sus hermanos que deben respetar su decisión. Legó también bastante ropa —capas, levitas, chalecos, ponchos y chaquetas— para que fuese dividida entre sus tres hijos varones: Ignacio, José y Eduardo. En la herencia también había cubiertos de plata, pailas, un almirez de cobre y un rosario de oro. Como albacea nombró a su esposa, Benita Hidalgo.

Hidalgo falleció en 1868. En el momento de redactar su testamento, ella declara que tres de sus hijos habían muerto —José, Gregoria y Corina— y nombra como su albacea a su hijo Eduardo. A partir de la relación de bienes que dejó Hidalgo podemos deducir que las huertas de Atacama y Toconao continuaron en manos de la familia Abaroa Hidalgo, que incluso aumentó su número. Del hecho de que los bienes que poseía en Quillagua y Huatacondo —entonces territorio peruano y hoy chileno— Benita los dejase vendidos a su hermana, Manuela Hidalgo, se puede deducir que los vínculos de la familia Hidalgo con el Perú aún se mantenían vigentes.

Benita Hidalgo, madre de Eduardo Abaroa, dejó a su hija menor, Irene, la platería labrada, y los muebles de su casa, para que los disfrutase en remuneración por sus servicios. Los demás bienes debían ser repartidos en partes iguales entre Eduardo y sus cinco hermanos y hermanas.

INVESTIGACIÓN. Irene fue quien cuidó a su madre en los últimos días, y quien decidió que los documentos familiares fuesen donados a un archivo de su país de nacimiento. Irene nació boliviana, en San Pedro de Atacama, y allí mismo murió oficialmente chilena. Pero su voluntad era que los documentos sobre sus orígenes quedaran en su patria natal y por ello pidió a su hijo Emilio Azcárate —sobrino de Eduardo Abaroa— que trajera a Bolivia los testamentos de sus padres como una prueba de fe en la pertenencia a la patria que la vio nacer.

Varias circunstancias impidieron a Emilio cumplir con la voluntad de su madre, y por ello encomendó a su hija, Valeria Azcárate que lo hiciera. De esta manera llegaron los legajos al Museo de Historia, y ahora quedan a disposición de los investigadores que quieran profundizar en la vida del héroe del Pacífico y en la cotidianidad de una familia que en su espíritu se sentía boliviana a pesar de que la guerra les dejara físicamente en otro territorio.


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