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lunes, 16 de febrero de 2015

Las Rabonas: el soporte detrás de las valientes tropas bolivianas

“Nosotras caminábamos buscando a nuestros seres queridos para darles sepultura, curar sus heridas, mitigar su dolor, o simplemente tomarlos de la mano para que mueran acompañados (...) ¿se imaginan lo que se siente caminar con la plegaria en tus labios mientras vas descubriendo cadáveres pensando que ese puede ser el tuyo o el siguiente o el de más allá o el que aún grita pidiendo ayuda? No señores las guerras no son números de muertos, prisioneros, héroes y villanos, las guerras no las escriben los historiadores, las viven las madres, esposas, enamoradas, amigas”.

Así se refería Francisca Del Valle, comandante de las Rabonas del Ejército de la Confederación Perú–Boliviana, sobre la batalla de Yanacocha de 1835, en la novela histórica La Chola y los mariscales, del escritor José Antonio Gil, el pionero en adentrarse en comprender la vida de las Rabonas bolivianas.
Este grupo fundamental de mujeres en la defensa de la soberanía nacional, llevaban ese apelativo porque acompañaban a los hombres que conformaban el Ejército nacional al final de las columnas, literalmente a la cola, “al rabo” de la marcha.

Las Rabonas en su mayoría eran madres, esposas, hijas, hermanas o novias de los soldados enlistados en las filas del ejército y estuvieron presentes junto con ellos en todas las marchas y acciones que estos realizaron a lo largo de las distintas campañas bélicas efectuadas en el primer centenario de la República boliviana.

Formaron parte del Ejército nacional, siendo toleradas por los oficiales de alto rango por el hecho de que eran vitales para el abastecimiento de las tropas, así como evitaban las deserciones de los soldados. Mas fue en la denominada Guerra del Pacifico donde se dio un reclutamiento y una movilización de tropas a gran escala como no se veían desde tiempos de la Confederación Perú–Boliviana y donde cada soldado traía consigo a una mujer que velaría por ellos al momento de partir a la conflagración.

Estas valerosas mujeres cumplían loables e indispensables misiones, como curar las heridas de los soldados, cocinar la comida, lavar ropa, muchas veces seguidas de un tropel de niños de toda edad. Su labor y heroísmo para con el ejército boliviano es bien recordado por varios historiadores nacionales, así como hacen los historiadores peruanos y chilenos para con las suyas.

De aquella campaña bélica, la historia nacional rescata varios apodos de algunas de estas valientes mujeres, como la Thejti Melena, cuyo cabello caía hasta los hombros; la Niña Gallo que desconocía el miedo, y la Bombonera, hija de la vendedora de chocolates en la plaza Murillo en La Paz. También se rescatan algunos nombres: Andrea Bilbao una joven de 16 años que se enlistó como enfermera para ayudar a los heridos en batalla, misión igualmente cumplida por la cruceña Ignacia Zeballos, conocida como: “La madre del soldado”, heroica mujer querida y admirada por todos los milicianos bolivianos.

Las Rabonas bolivianas tomaron parte en varios combates y batallas en defensa de la costa marítima soberana a todo lo largo de 1879 hasta mediados de 1880, siempre tomando un rol relevante en varias de estas acciones.

Sintieron el incendio de los depósitos de Pisagua, atestiguaron la controvertida retirada del presidente Hilarión Daza en Camarones, apoyaron a sus seres queridos en la lucha cuerpo a cuerpo en las faldas del cerro de San Francisco, fueron patrulladoras improvisadas para descubrir a las tropas chilenas y guiar a los aliados peruano–bolivianos a la victoria aliada de Tarapacá, estarían en las victorias bolivianas de Tambillos y Canchas Blancas como también en la heroica sangría del Inti Orck’o.

Fue allí, ese 26 de mayo de 1880, donde la enfermera Ignacia Zeballos relataba en sus memorias lo que atestiguó en los tétricos restos que dejó la batalla del Alto de la Alianza. “La madre del soldado” revive a detalle lo experimentado por Francisca del Valle varias décadas antes: “Al día siguiente me dirigí al lugar donde fue la batalla, llevando carne, pan y cuatro cargas de agua, acompañada de dos sanitarios. Pero mucho más triste que la figura de los muertos, era la de mujeres vestidas con mantas y polleras descoloridas, algunas cargando una criatura en la espalda o llevando un niño de la mano, circulaban entre los cadáveres; encorvadas buscando al esposo, al amante y quizás al hijo que no volvió a Tacna. Guiadas por el color de las chaquetas, daban vueltas a los restos humanos y cuando reconocían al que buscaban, caían de rodillas a su lado, abatidas por el dolor al comprobar que el ser querido al que habían seguido a través de tantas vicisitudes, tanto esfuerzo y sacrificio, había terminado su vida allí, en una pampa maldita, de una manera tan cruel, desfigurado por el proyectil polvoriento y ensangrentado, convertido en un miserable pingajo de carne pálida y fría que comenzaba a descomponerse bajo un sol sin piedad y un cielo inmisericorde, ¡Oh Rabona boliviana, tan heroica como los guerreros yacentes! La más anónima de los héroes anónimos”.

Los historiadores bolivianos peruanos y chilenos destacan la labor de las Rabonas en sus ejércitos, en sus escritos y memorias de la Guerra del Pacifico.

Los peruanos les dedicaron canciones en ritmos de marineras para honrarlas. Los chilenos dieron plazas a las suyas para no dejarlas de lado, mas nosotros, los bolivianos ¿Qué hacemos para rescatar a estas valientes heroínas nacionales del olvido y de la indiferencia donde han caído? La respuesta se halla en el corazón de cada uno de nosotros.

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