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sábado, 19 de febrero de 2022

El Imperio de los incas

Mucho se ha discutido sobre la pertinencia de denominar a los incas como un Estado o un Imperio, pero en los últimos años parece existir un acuerdo entre arqueólogos e historiadores para aceptar su denominación como Imperio. La teoría política señala que los Imperios son la expresión máxima del poder sobre otras sociedades, tanto a nivel político como económico. Las poblaciones quedan supeditadas a ese aparato, el cual ejerce soberanía y control manipulando su estructura social.

Según Schreiber (1992), el tipo de control que ejercen un Estado y un Imperio es diferente en naturaleza; su diferencia radica en el nivel de organización y la forma de expansión. Los Estados pueden llegar a expandirse sin ejercer control total, éstos deben incluir territorios continuos; sin embargo los Imperios denotan un control más rígido sobre las poblaciones sometidas y pueden ser territorialmente discontinuos, contemplando de esta forma un dominio ecológico mayor. Ambos emplean tanto la diplomacia como la fuerza militar en su expansión.

Por otro lado, tanto los Estados como los Imperios difieren en términos de diversidad cultural. Esto significa que la conformación de ambas estructuras políticas no está supeditada al criterio de identidad étnica. Los Imperios pueden ser multiétnicos, multilingüísticos y multinacionales; en cambio el Estado puede ser multiétnico pero no multinacional (Ibid.).

Tomando en cuenta esos lineamientos, podemos decir entonces que un Imperio presenta algunas características específicas. Una de las principales es que se expande rápidamente a nivel territorial, usando –algunas veces– la fuerza militar. Dicha incursión implica la manipulación de los sistemas políticos locales para servir a las necesidades imperiales, aunque no siempre se imponen reglas directas (Doyle, 1986).

Este tipo de desarrollo centra su atención en intereses económicos y controla la producción y distribución de todos los recursos necesarios. Su nivel de organización política centralizada le permite tener control económico e ideológico de las poblaciones sometidas. Para ese efecto utilizan determinadas estrategias, las cuales garantizan el control hegemónico del territorio (Dillehay y Netherly, 1988; Pease, 1982).

Otro rasgo que caracteriza a los Imperios es el uso del poder, el mismo que tiene una incidencia directa tanto a nivel simbólico como económico y social. En cualquiera de los casos, implica la subordinación de la población frente a un escaso grupo de la misma. Los resultados del manejo del poder siempre derivan en desigualdad social, la que se hace más evidente mientras más consolidado está el poder político (Balandier, 1969; Cohen, 1976; Schreiber, 1992; Wright y Johnson, 1975). Los Imperios son la expresión máxima del poder sobre otras sociedades, tanto a nivel político como económico. En un contexto imperial, las poblaciones quedan supeditadas a ese aparato político, el cual ejerce soberanía y control manipulando su estructura social.

Una última característica que debe considerarse es que los Imperios no pueden ser permanentes y tienen una vigencia temporal corta, manteniéndose por pocas generaciones. En cambio, los Estados pueden durar más en el tiempo, uno de los ejemplos para entender ese proceso de permanencia política es Tiwanaku (600-1100 d. C.). Este importante Estado prehispánico de los Andes tuvo una duración de alrededor de 500 años, basado en una estrategia de cohesión ritual-religiosa que aglutinaba a poblaciones de diferentes procedencias.

Claramente, los incas cumplían a cabalidad todas las características mencionadas, estableciéndose como el Imperio más grande de la América del Sur. Sin embargo, es importante mencionar que no fue el primer Imperio prehispánico de esta parte de América. Un desarrollo imperial precedente fue Wari, que durante el Horizonte Medio dominó y se expandió por la sierra del actual Perú, siendo contemporáneo con Tiwanaku. Ya en tiempos más tardíos, en Norte América se desarrolló el Imperio Azteca, el cual –al igual que los incas– fue interrumpido por la colonización ibérica.

Como desarrollo imperial, los incas manifestaron una tendencia a la centralización política regional, aspecto que se reflejó en la creación de centros administrativos. El centro y capital política fue establecida en Cusco, pero también se reconoce la tardía capital establecida en Quito. Este hecho muestra una bipartición conflictiva de la centralidad debido a la emergencia de poderes duales, como se manifestó en el gobierno de los dos hijos de Huayna Capac: Huáscar y Atahuallpa. El primero estableció su centro en Cusco, mientras que Atahuallpa gobernaba el Norte, a partir de su centro en Quito.

Un segundo nivel serían los centros regionales, pertenecientes –en algunos casos– a los centros políticos de los pueblos anexados al Imperio. Dichos centros fueron construidos en los diferentes momentos de la expansión política, entre los que se puede mencionar a Ollantaytambo, donde se registra evidencia de la influencia de la arquitectura Tiwanaku en las construcciones Inca. También son relevantes los centros de Hatun Colla, donde en el siglo XVI todavía se hablaba puquina, y Hatun Jauja, centro reconstruido sobre las cenizas de la capital Huanca. En el área circunlacustre, dos sitios fueron los más importantes, Tiwanaku y Copacabana; el primero era el principal centro religioso del Horizonte Medio, además de haber sido el sitio de origen mítico de los incas. En Tiwanaku establecieron un asentamiento ritual y administrativo que no se sobrepuso al sitio más temprano, probablemente respetando su importancia religiosa. Por su parte, Copacabana era un centro ritual y multiétnico donde se concentraban poblaciones provenientes de diferentes partes de los Andes.

Fuera del área del Titicaca, se reconoce la importancia de varios centros, como los de Incallajta e Incarracay, áreas relacionadas a la producción agrícola; Paria y Sevaruyo, como parte de los centros administrativos relacionados al Capac Ñan (Camino Real), a partir de los cuales se propiciaron múltiples contactos interétnicos. Este nivel de centralización política y poblacional también centralizó los poderes locales. El efecto de ese hecho fue la anulación de la fuerza y decisión política e individual de las poblaciones anexadas al Imperio.

Otro aspecto que caracterizó la política imperial inca fue la emergencia o consolidación de niveles de jerarquía, ya fueran éstos locales o externos. Durante su vigencia, como desarrollo político se estableció una forma de administración que, si bien estaba centralizada simbólicamente en el Sapa Inca, contaba con un esquema social y político que definía claramente la toma de decisiones en todo el Imperio.

En ese sentido, según Rostworowsky (1988), se pueden reconocer cuatro niveles de mando: incas de sangre real pertenecientes a cada una de las dieciséis panacas o grupos de poder reales, de entre los cuales se elegía a los gobernantes cusqueños; los Hatun Curacas, que eran los enviados para la administración de los territorios anexados, vivían en las capitales de los diferentes curacazgos, y cuyo nivel de autoridad estaba relacionado al tipo de organización política y territorial que tenía la población local anexada; los incas de privilegio que pertenecían a las élites locales y que, sin embargo, contaban con mayores beneficios a nivel social y político, entre los que se puede mencionar a los Chichas Orejones y a los Huallpa Rocas. Otros cargos de menor jerarquía eran los curacas eventuales, designados por cualquier miembro de la élite inca para servir en tareas administrativas, así como los curacas yana, figura no muy usual en la que un yanacona podía fungir como administrador eventual en caso de ausencia del delegado imperial. Esta categoría de jerarcas constituía la élite inca y se encargaba del manejo administrativo del Imperio.

Esta drástica estratificación social implicó también el surgimiento de instituciones económicas como la mit’a, las cuales cambiaron la vida de las poblaciones sometidas al Imperio. Si bien la mit’a fue una forma de trabajo comunal para las poblaciones locales, durante la égida del Imperio se convirtió en una forma de ofrecer tributo en especie a los gobernantes. Se dice que existía una mit’a de trabajo, una agraria, una pesquera y otra minera; de esta forma, la élite y los señores locales aprovechaban los diferentes recursos provenientes de todo el territorio.

De la misma manera, a través de la mit’a se logró la construcción de los magníficos monumentos arquitectónicos Inca que ahora son objeto de admiración. Este tipo de tributo estaba destinado al trabajo de la tierra en diferentes niveles: las tierras del Inca o del Imperio, las tierras privadas del Inca, las tierras de las huacas y las tierras del ayllu. Salta a la vista que no existía propiedad ni producción privada.

Bajo estos lineamientos políticos, sociales y económicos, los incas se expandieron por todo los Andes, instaurando –durante casi un siglo– un sistema administrativo y de control sin precedentes.


Sistema social imperial

Según Maria Rostworowsky (1988), el Imperio
Inca estaba constituido por los siguientes niveles
sociales:
Panacas reales
Administradores
Sacerdotes, hechiceros y adivinos
Mercaderes y comerciantes
Artesanos
Hatun runas o campesinos
Pescadores
Mitmaqunas o poblaciones trasladadas
Yanaconas o servidores
Mamaconas o mujeres escogidas
Piñas o prisioneros de guerra

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