Mucho se ha discutido sobre la pertinencia de
denominar a los incas como un Estado o un
Imperio, pero en los últimos años parece existir un acuerdo entre arqueólogos e historiadores
para aceptar su denominación como Imperio.
La teoría política señala que los Imperios son la
expresión máxima del poder sobre otras sociedades,
tanto a nivel político como económico. Las
poblaciones quedan supeditadas a ese aparato, el
cual ejerce soberanía y control manipulando su
estructura social.
Según Schreiber (1992), el tipo de control
que ejercen un Estado y un Imperio es diferente
en naturaleza; su diferencia radica en el nivel de
organización y la forma de expansión. Los Estados
pueden llegar a expandirse sin ejercer control
total, éstos deben incluir territorios continuos;
sin embargo los Imperios denotan un control más
rígido sobre las poblaciones sometidas y pueden
ser territorialmente discontinuos, contemplando
de esta forma un dominio ecológico mayor. Ambos
emplean tanto la diplomacia como la fuerza
militar en su expansión.
Por otro lado, tanto los Estados como los
Imperios difieren en términos de diversidad
cultural. Esto significa que la conformación de
ambas estructuras políticas no está supeditada al
criterio de identidad étnica. Los Imperios pueden
ser multiétnicos, multilingüísticos y multinacionales;
en cambio el Estado puede ser multiétnico
pero no multinacional (Ibid.).
Tomando en cuenta esos lineamientos, podemos
decir entonces que un Imperio presenta
algunas características específicas. Una de las
principales es que se expande rápidamente a nivel
territorial, usando –algunas veces– la fuerza
militar. Dicha incursión implica la manipulación
de los sistemas políticos locales para servir a las
necesidades imperiales, aunque no siempre se
imponen reglas directas (Doyle, 1986).
Este tipo de desarrollo centra su atención en
intereses económicos y controla la producción
y distribución de todos los recursos necesarios.
Su nivel de organización política centralizada le
permite tener control económico e ideológico de
las poblaciones sometidas. Para ese efecto utilizan
determinadas estrategias, las cuales garantizan
el control hegemónico del territorio (Dillehay y
Netherly, 1988; Pease, 1982).
Otro rasgo que caracteriza a los Imperios
es el uso del poder, el mismo que tiene una incidencia
directa tanto a nivel simbólico como
económico y social. En cualquiera de los casos,
implica la subordinación de la población frente
a un escaso grupo de la misma. Los resultados
del manejo del poder siempre derivan en desigualdad
social, la que se hace más evidente
mientras más consolidado está el poder político
(Balandier, 1969; Cohen, 1976; Schreiber, 1992;
Wright y Johnson, 1975). Los Imperios son la
expresión máxima del poder sobre otras sociedades,
tanto a nivel político como económico.
En un contexto imperial, las poblaciones quedan
supeditadas a ese aparato político, el cual ejerce
soberanía y control manipulando su estructura
social.
Una última característica que debe considerarse
es que los Imperios no pueden ser permanentes
y tienen una vigencia temporal corta,
manteniéndose por pocas generaciones. En cambio,
los Estados pueden durar más en el tiempo,
uno de los ejemplos para entender ese proceso
de permanencia política es Tiwanaku (600-1100
d. C.). Este importante Estado prehispánico de
los Andes tuvo una duración de alrededor de
500 años, basado en una estrategia de cohesión
ritual-religiosa que aglutinaba a poblaciones de
diferentes procedencias.
Claramente, los incas cumplían a cabalidad
todas las características mencionadas, estableciéndose
como el Imperio más grande de la
América del Sur. Sin embargo, es importante
mencionar que no fue el primer Imperio prehispánico
de esta parte de América. Un desarrollo
imperial precedente fue Wari, que durante el
Horizonte Medio dominó y se expandió por la
sierra del actual Perú, siendo contemporáneo con
Tiwanaku. Ya en tiempos más tardíos, en Norte
América se desarrolló el Imperio Azteca, el cual
–al igual que los incas– fue interrumpido por la
colonización ibérica.
Como desarrollo imperial, los incas manifestaron
una tendencia a la centralización
política regional, aspecto que se reflejó en la
creación de centros administrativos. El centro
y capital política fue establecida en Cusco,
pero también se reconoce la tardía capital
establecida en Quito. Este hecho muestra una
bipartición conflictiva de la centralidad debido
a la emergencia de poderes duales, como se
manifestó en el gobierno de los dos hijos de
Huayna Capac: Huáscar y Atahuallpa. El primero
estableció su centro en Cusco, mientras que Atahuallpa gobernaba el Norte, a partir de
su centro en Quito.
Un segundo nivel serían los centros regionales,
pertenecientes –en algunos casos– a
los centros políticos de los pueblos anexados
al Imperio. Dichos centros fueron construidos
en los diferentes momentos de la expansión
política, entre los que se puede mencionar a
Ollantaytambo, donde se registra evidencia de
la influencia de la arquitectura Tiwanaku en las
construcciones Inca. También son relevantes
los centros de Hatun Colla, donde en el siglo
XVI todavía se hablaba puquina, y Hatun Jauja,
centro reconstruido sobre las cenizas de la
capital Huanca. En el área circunlacustre, dos
sitios fueron los más importantes, Tiwanaku y
Copacabana; el primero era el principal centro
religioso del Horizonte Medio, además de haber
sido el sitio de origen mítico de los incas. En
Tiwanaku establecieron un asentamiento ritual
y administrativo que no se sobrepuso al sitio
más temprano, probablemente respetando su
importancia religiosa. Por su parte, Copacabana
era un centro ritual y multiétnico donde
se concentraban poblaciones provenientes de
diferentes partes de los Andes.
Fuera del área del Titicaca, se reconoce la
importancia de varios centros, como los de Incallajta
e Incarracay, áreas relacionadas a la producción
agrícola; Paria y Sevaruyo, como parte
de los centros administrativos relacionados al
Capac Ñan (Camino Real), a partir de los cuales
se propiciaron múltiples contactos interétnicos.
Este nivel de centralización política y poblacional
también centralizó los poderes locales. El
efecto de ese hecho fue la anulación de la fuerza
y decisión política e individual de las poblaciones
anexadas al Imperio.
Otro aspecto que caracterizó la política
imperial inca fue la emergencia o consolidación
de niveles de jerarquía, ya fueran éstos locales o
externos. Durante su vigencia, como desarrollo
político se estableció una forma de administración
que, si bien estaba centralizada simbólicamente
en el Sapa Inca, contaba con un esquema
social y político que definía claramente la toma
de decisiones en todo el Imperio.
En ese sentido, según Rostworowsky
(1988), se pueden reconocer cuatro niveles de
mando: incas de sangre real pertenecientes a
cada una de las dieciséis panacas o grupos de
poder reales, de entre los cuales se elegía a los
gobernantes cusqueños; los Hatun Curacas, que
eran los enviados para la administración de los
territorios anexados, vivían en las capitales de
los diferentes curacazgos, y cuyo nivel de autoridad
estaba relacionado al tipo de organización
política y territorial que tenía la población local
anexada; los incas de privilegio que pertenecían
a las élites locales y que, sin embargo, contaban
con mayores beneficios a nivel social y político,
entre los que se puede mencionar a los Chichas
Orejones y a los Huallpa Rocas. Otros cargos de
menor jerarquía eran los curacas eventuales, designados
por cualquier miembro de la élite inca
para servir en tareas administrativas, así como
los curacas yana, figura no muy usual en la que
un yanacona podía fungir como administrador
eventual en caso de ausencia del delegado imperial.
Esta categoría de jerarcas constituía la élite
inca y se encargaba del manejo administrativo
del Imperio.
Esta drástica estratificación social implicó
también el surgimiento de instituciones económicas
como la mit’a, las cuales cambiaron la
vida de las poblaciones sometidas al Imperio. Si
bien la mit’a fue una forma de trabajo comunal
para las poblaciones locales, durante la égida del
Imperio se convirtió en una forma de ofrecer
tributo en especie a los gobernantes. Se dice que existía una mit’a de trabajo, una agraria, una
pesquera y otra minera; de esta forma, la élite y
los señores locales aprovechaban los diferentes
recursos provenientes de todo el territorio.
De la misma manera, a través de la mit’a
se logró la construcción de los magníficos monumentos
arquitectónicos Inca que ahora son
objeto de admiración. Este tipo de tributo estaba
destinado al trabajo de la tierra en diferentes
niveles: las tierras del Inca o del Imperio, las
tierras privadas del Inca, las tierras de las huacas
y las tierras del ayllu. Salta a la vista que no existía
propiedad ni producción privada.
Bajo estos lineamientos políticos, sociales y
económicos, los incas se expandieron por todo los
Andes, instaurando –durante casi un siglo– un sistema
administrativo y de control sin precedentes.
Sistema social imperial
Según Maria Rostworowsky (1988), el Imperio
Inca estaba constituido por los siguientes niveles
sociales:
Panacas reales
Administradores
Sacerdotes, hechiceros y adivinos
Mercaderes y comerciantes
Artesanos
Hatun runas o campesinos
Pescadores
Mitmaqunas o poblaciones trasladadas
Yanaconas o servidores
Mamaconas o mujeres escogidas
Piñas o prisioneros de guerra
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