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lunes, 1 de febrero de 2016
Magnicidio en La Recoleta
1828 fue un año turbulento para la historia de Bolivia. La invasión peruana encabezada por el general Agustín Gamarra había puesto a la naciente República al borde de la desintegración. La incertidumbre se apoderó tanto de gobernantes como del mismo pueblo que, en 1825, puso sus esperanzas en la instauración de un nuevo sistema basado en la libertad y el ejercicio de los derechos civiles.
El 18 de abril de ese año se produjo el motín contra la presidencia de Antonio José de Sucre, quien, después de ser herido en el brazo derecho cuando trataba de sofocar la revuelta promovida por el regimiento Granaderos, en el Cuartel San Francisco, tuvo que refugiarse en la hacienda Ñucchu, desde donde gobernó los últimos tres meses antes de abandonar definitivamente tierras bolivianas tras renunciar al cargo. Antes, Sucre había dejado el mando al general José María Pérez de Urdininea, quien fue el que virtualmente ejerció el poder en ausencia de Gran Mariscal de Ayacucho.
La salida de Sucre del incipiente escenario político nacional provocó una crisis institucional que obligó a la Asamblea a llenar el vacío dejado por el ilustre venezolano.
En ese periodo de inestabilidad se fueron sucediendo una serie de acontecimientos que, lejos de aplacar la agitación, contribuyeron a fortalecerla en desmedro de una nación urgida de estabilidad y voluntad común.
Fue en esa coyuntura que la historia nacional registra la irrupción de nombres de personajes que fueron protagonistas de esos primeros años, nombres que, en algunos casos, pagaron un alto precio por su ambición de poder.
Pedro Blanco fue un joven militar realista que combatió en un comienzo a las fuerzas independentistas. Nacido en Cochabamba en 1795, se enroló muy joven al ejército español donde se destacó en acciones contra los patriotas y, sobre todo, enfrentó a las tropas auxiliares argentinas que, desde el sur, se plegaron a la causa por la independencia.
Pero, al igual que muchos altos oficiales de la época, acabaría formando parte del ejército patriota, en el que ascendió rápidamente al generalato.
Su aparición en los primeros episodios republicanos se origina cuando comandaba la plaza de Cochabamba.
Indudablemente que el protagonismo de Agustín Gamarra en la crisis política de los primeros años de la República fue determinante.
El General peruano abandonó el país pero dejó claro que no estaba dispuesto a perder el control político de la situación. Una vez defenestrado Sucre, ahora veía con temor que la Presidencia pudiera ser ejercida por los sectores contrarios a sus intereses. Por ello buscó aliados en el ejército y eligió a Blanco para consumar sus planes. El empeño de Gamarra era iniciar una guerra en el norte contra Colombia, y para él era necesaria una alianza fuerte en el sur.
“Si hay un trastorno en Bolivia, será un mal irremediable. U dígame pues con claridad si estamos en el caso de asegurarlo todo por una transformación…”, escribió Gamarra a Blanco en septiembre de 1828.
En su correspondencia con Gamarra, Blanco le asegura su lealtad y le expresa, además, su pleno acuerdo con sus intenciones.
“….. En fin, mi verdadero amigo: El sud debe U. descuidarlo, y, reposar en nuestros esfuerzos y constancia, será defendido con el mayor entusiasmo, y si fuese necesario, tendremos el gusto de hacer ver a todas las naciones, que el principio que todo el pueblo que quiere ser libre, lo es, no puede ser quebrantado el virtuoso Perú…”.
El vacío de poder que había dejado el mariscal Sucre al renunciar al cargo y abandonar definitivamente Bolivia obligó al Congreso a la elección de un gobierno provisorio.
Las deliberaciones de la sesión del 17 de diciembre de 1828 dieron como resultado la elección del general Pedro Blanco como Presidente de la República mientras se convocaba a una nueva Asamblea Constituyente. Blanco obtuvo en esa sesión 28 votos, seguido del general Andrés Santa Cruz con ocho; el general José María Velasco, seis votos; y uno por el doctor Mariano Enrique Calvo.
El Congreso eligió como vicepresidente al octogenario general Ramón Loaiza, que obtuvo treinta votos, a quien siguió José Miguel de Velasco, con siete; Casimiro Olañeta y Ángel María Moscoso con dos; y Bernabé Madero y Manuel Ruperto Orozco con uno.
El resultado de la sesión no fue del agrado de una gran parte de la población, que advertía de los riesgos para el país por la abierta simpatía de Blanco con los intereses del peruano Gamarra.
Blanco se encontraba el 17 de diciembre en Cochabamba, donde comandaba la plaza militar. Al percatarse de la poca simpatía que despertó su designación resolvió permanecer algunos días en Potosí antes de reiniciar su marcha hacia Chuquisaca (hoy la capital, Sucre).
“Llegó a Chuquisaca el 26 de diciembre, escoltado por un piquete de caballería y por el batallón que comandaba el teniente coronel José Ballivián”, relatan las crónicas de la época, pese a que su ingreso a la capital estaba previsto para el 27. De esta manera, el flamante mandatario quiso tal vez eludir la pompa y el gentío que solían acompañar estos acontecimientos importantes.
“Abandonó la ciudad de Potosí y corrió presuroso a Chuquisaca a cumplir la ley de su destino…”, afirma el jurisconsulto e historiador Agustín Iturricha en su obra “Historia de Bolivia bajo la Presidencia del General Andrés Santa Cruz”. Al día siguiente de su llegada, Blanco se hizo presente ante la Asamblea Convencional para jurar su cargo.
Algunas versiones señalan que Blanco, en el brindis posterior a su posesión, profirió amenazas contra sus colegas militares y de alguna manera enturbió el inicio de su gestión al mando de la República.
Una de sus primeras acciones como gobernante fue, efectivamente, la destitución de puestos de mando que consideraba hostiles con su gestión. Ordenó la separación del teniente coronel José Ballivián del mando del batallón de caballería y dispuso el paso a retiro del coronel Mariano Armaza, quien ocupara el Ministerio de Guerra. Ambos, junto al coronel Manuel Vera, fueron destinados al distrito de Tarija, sin mandos de responsabilidad.
Según coinciden los historiadores, esa medida sería la causa de su desgracia. Los militares destituidos, aceptando su nuevo destino, se dirigieron al Palacio de Gobierno para entrevistarse con Blanco y, aparentemente, despedirse de él. El Presidente no solo que los recibió fríamente, sino que inclusive los amenazó con “sentarles la mano” argumentando que estos se ocupaban de desprestigiarle.
Contrariados por la entrevista, los tres militares abandonaron el Palacio y se dirigieron “a la casa en que estaba alojado el coronel Armaza, situada en la esquina fronteriza al palacio presidencial” (hoy calles Estudiantes y Argentina). Allí, los tres jefes acordaron su único plan que consistía en lograr la salida de Blanco del poder.
“Ballivián se dirigió a Yamparáez donde estaba acantonado el batallón primero, de cuyo mando acababa de ser separado, y se pondría al habla con los oficiales para persuadirles la necesidad de un movimiento revolucionario, debiendo, en caso de éxito, emprender marcha con el cuerpo a la capital y deponer a Blanco”, escribe Iturricha.
Los tres militares acordaron, asimismo, prescindir de la “junta revolucionaria” que se había organizado para evitar la consolidación de Blanco en el mando, a cuya cabeza se encontraba el controvertido Casimiro Olañeta. “Los militares obraban por propia cuenta por el inminente peligro que entreveían contra sus personas”.
“La conjuración que iba anudando el doctor Olañeta habría seguido en curso, sino lento, mas diplomático, más calculado, obedeciendo a combinaciones de gobierno, previendo detalles de administración, señalando el jefe en cuyo derredor debía girar el movimiento”, agrega Iturricha, quien asegura que la intemperancia de Blanco hacia los jefes militares desencadenó y precipitó los hechos de aquel fatídico fin de año.
Continúa el relato de la asonada del 31 de diciembre de 1828. Ballivián llegó a Yamparáez y, después de permanecer dos horas con la tropa, ordenó la macha hacia la capital. La demora en el viaje hizo que Mariano Armaza llegara al colmo de la ansiedad, al punto de que ordenó los detalles para su eventual fuga ante el posible fracaso de la operación.
Sin embargo, la tranquilidad invadió su alma cuando antes del mediodía vio ingresar las primeras columnas de soldados al mando de Manuel Vera, quien se había unido al movimiento “a dos leguas de la ciudad” (posiblemente en Ckochis). Luego ingresaría la columna comandada por Ballivián. Organizado el operativo, la vanguardia del movimiento se dirigió al Palacio “bajando por la esquina de Rumi Cruz” (esquina de la catedral).
Los relatos de la época aseguran que dada la superioridad numérica de la tropa, la guardia de caballería que custodiaba al Presidente no opuso prácticamente resistencia. “Los sublevados ingresaron en la residencia presidencial sin obstáculo alguno” y, después de tomar prisioneros a algunos funcionarios y enviar al vicepresidente Loayza “a su casa”, se pusieron a la captura de Pedro Blanco, quien desde el balcón de despacho había observado incrédulo el movimiento de tropas en la plaza.
A pocos metros, la Asamblea recibió la noticia del movimiento en medio de un desconcierto generalizado, sin opción clara de actuar de forma serena y coherente. Se cuenta que el pánico se apoderó de muchos congresistas que intentaron fugar del recinto.
Según relatos de los cronistas, Blanco se encontraba vestido con traje de gala, pues tenía previsto asistir a la misa de gracias en la catedral, cuando comenzó la sublevación y decidió salvar su integridad ocultándose.
“Se metió, en efecto, en la letrina que existía que existía contigua a la habitación que sirvió de dormitorio al general Sucre; y sin importarle la altura, pues medía la letrina cerca de cinco metros, se dejó caer en el fondo, pero en las más desgraciadas condiciones, pues se fracturó un brazo, se magulló horriblemente las piernas y recibió en la cabeza graves contusiones”, prosigue la narración.
Una vecina de la casa ubicada frente al Palacio alertó a los sublevados que Blanco no había abandonado el Palacio. Esa mujer habría visto a Blanco asomar de esa habitación en el momento de iniciarse la revuelta. Un funcionario del Palacio, aparentemente en busca de dádivas o buscando el favor de los nuevos dueños de la situación, denunció el escondite y precipitó la captura del infortunado gobernante.
“Se extrajo con lazos al malherido prisionero, y se le llevó ante todo a curar al ministerio de Guerra, poniéndolo al cuidado de un cirujano”. En esa situación crítica, el general Armaza habría ordenado disparar al depuesto Presidente en caso de que este intentase fugarse: “Hágale pegar cuatro balazos”, vociferó.
Después, el militar hizo formar la tropa en la plaza y al finalizar su arenga dio vivas a los generales (Andrés) Santa Cruz y (José Miguel de) Velasco, en nombre de quienes dijo haber llevado adelante la “revolución”.
Pedro Blanco y otros dos prisioneros fueron conducidos al convento de La Recoleta (entonces habilitado como cuartel militar) a las “4 de la madrugada del 1 de enero de 1829”.
El depuesto mandatariio fue alojado en una estrecha habitación “del segundo patio”. Recibía poca iluminación de los corredores y estaba aislada de las demás piezas del edificio. Pocas horas después, la Asamblea elegiría como presidente provisorio a Velasco.
Al amanecer del primer día de 1829, Blanco moría acribillado en su prisión de La Recoleta. ¿Quiénes fueron los autores materiales del magnicidio? Durante décadas, el tema fue la ocupación de historiadores que polemizaron sobre el sangriento suceso.
Se habló de un intento de liberación de Blanco por parte de una poblada que habría comenzado a reunirse en las afueras del convento, pero, al parecer, esa habría sido una coartada preparada por los autores del crimen, pues a esa hora muy poca gente se había percatado de que el Presidente estaba recluido detrás de sus muros.
Iturricha recopila en su obra una declaración escrita en una carta testamento de Basilio Herrera, quien fuera capitán en la época de los sucesos de La Recoleta. El documento, fechado el 20 de enero de 1847, sostiene que “… volvió el comandante general Armaza con cuatro cazadores mandando hacer la ejecución, como se cumplió, mandándola yo por orden del comandante general Armaza”.
Las versiones señalan incluso como autores del hecho sangriento a los generales Armaza, Vera y Ballivián, quienes habrían apelado a los floretes (espadas) para “rematar” al prisionero al no haber fructificado el intento de los tiradores.
El cuerpo de Pedro Blanco fue arrojado en un “huaico” próximo a La Recoleta y allí permaneció varios días, hasta que fue rescatado por gente de buena voluntad que le dio sepultura. Los luctuosos sucesos habían manchado de sangre las primeras páginas de la historia republicana.
“El movimiento del 31 de diciembre fue un crimen militar, no un levantamiento del pueblo. Lo originaron más que razones de interés nacional, resentimientos personales… No hubo organización de fuerzas populares, siendo el sacrificio del general Blanco obra exclusiva del rencor del militarismo”, concluye Iturricha en su voluminosa —pero inconclusa — obra.
* Con datos del libro “Historia de Bolivia bajo la administración del Mariscal Andrés Santa Cruz”, de Agustín Iturricha.
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