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domingo, 17 de marzo de 2013

En el vado del Topáter La calle La Paz lleva a una cita con la historia.



Calama es un oasis ubicado estratégicamente en el implacable de- sierto de Atacama, en la ruta de las ciudades altiplánicas bolivianas hacia las tierras con las que nació el país en el océano Pacífico. La que a fines del siglo XIX era la capital provincial del perdido departamento del Litoral, es hoy una pujante ciudad minera que cuenta con 150 mil habitantes de la Segunda Región de Chile o Norte Grande.

La batalla de Calama en el puente del Topáter, durante la Guerra del Pacífico de 1879, constituye un hito histórico para los bolivianos que, sin embargo, no se queda en el pasado sino que revive año tras año como parte de la aspiración por lograr nuevamente una salida soberana al mar.

Estoy en Calama. El calor del desierto al llegar a la ciudad me lleva a comprender claramente la importancia de este oasis en el siglo XIX, para las caravanas de mulas que arrastraban pesadas carretas llenas de minerales, principalmente plata, provenientes de las legendarias minas del Cerro Rico de Potosí. En el puerto de Cobija se los embarcaba con destino a Europa.

Preguntar por el río Loa y el puente del Topáter merece una respuesta inmediata de los lugareños, para los cuales son nombres muy familiares.

Hay que tomar la avenida La Paz, indican, y pienso en la ironía de que esa vía con nombre de la sede del Gobierno boliviano conduzca al escenario donde se libró el primer combate de una guerra injusta.

El puente es una moderna estructura de hormigón armado en una avenida muy transitada de Calama; el río Loa, comparado con el que yo tenía en el imaginario, me parece pequeño y de escaso caudal. Una vez allí, es fácil que la mirada se dirija hacia un monumento blanco que los vecinos llaman el Monolito del Topáter y que se ha erigido en honor de los caídos en el combate del mismo nombre, librado el 23 de marzo de 1879. Es un homenaje a los chilenos muertos, pero desde 2007 lleva también una placa con el nombre de Eduardo Abaroa.

A la izquierda del monolito se encuentra un cementerio cercado por un muro de adobe y una entrada enmarcada por un arco sencillo. Al entrar, es inevitable sentir una profunda tristeza al descubrir en el centro apenas dos tumbas casi derruidas, con desteñidas guirnaldas que se baten al viento. Es claro que nadie cuida de ese cementerio; las tumbas solitarias no tienen nombre ni ninguna otra identificación; un transeúnte me dice que es “el cementerio boliviano”.

El campo santo de Calama es otro. No sé si los restos de Abaroa reposaron en éste o aquél hasta que en 1952 fueron repatriados; pero hoy se hallan en la basílica de San Francisco de La Paz.

Un salto al pasado

Sentado a orillas del río Loa, mi mirada se dirige al sur; poco a poco, el bullicio de la ciudad y el ruido de los motorizados que cruzan el puente rumbo al centro de Calama decrecen. Mi imaginación me lleva a pensar en ese 23 de marzo. Veo el puente parcialmente desmantelado: muchas de sus vigas y tablones se han removido en cumplimiento de las órdenes de Ladislao Cabrera, prefecto de la región, quien ha asumido el mando de la fuerza defensora boliviana. Cabrera comanda una fuerza de 135 hombres mal armados, la mayor parte de ellos civiles, entre los que se encuentra Eduardo Abaroa. Cabrera, estratégicamente ha distribuido sus combatientes en dos vados del río Loa, Topáter y Carvajal, puntos clave de acceso a Calama. El Prefecto ordena desmantelar el puente para entorpecer el avance de la columna chilena y prepara trincheras ocultas por densos matorrales en la orilla norte. Imagino a los hombres alistando sus armas, sus corazones palpitando fuertemente en anticipación del combate, sus mentes concentradas en la defensa del suelo patrio y sus espíritus dispuestos a enfrentar el miedo y la muerte. ¡La emboscada esta lista!

Cabrera ha acertado. Una columna de 540 soldados chilenos compuesta por cuerpos de infantería, caballería y artillería de montaña avanza hacia Calama bajo el mando del teniente coronel Eleuterio Ramírez. Es parte de la fuerza de ocupación de 4.000 efectivos comandada por el coronel Emiliano Sotomayor. Los defensores atrincherados en el Loa saben que Antofagasta fue ocupada el 14 de febrero sin ninguna resistencia armada boliviana.

La columna llega a la orilla sur; se divisan bien los vados de Topáter y Carvajal. La pieza de montaña es emplazada y Ramírez da la orden a la caballería de cruzar el río. Los cascos de los caballos chapotean en las turbias aguas del Loa cuando, de pronto, un estruendo de dolor y muerte se descarga como un puño colosal y golpea letalmente a las fuerzas chilenas; en unos pocos minutos el río se tiñe de sangre y el saldo del bautizo de fuego para la tropa chilena es de siete muertos y cuatro heridos. Los jinetes desmontan precipitadamente y se ordena la retirada. En ese momento, el primer combate de la Guerra del Pacífico pasa a la historia en el vado del Topáter.

Después de descargar su Winchester contra la caballería invasora, Eduardo Abaroa salta de la trinchera y junto con el mayor Patiño y ocho rifleros cruza el río hacia la orilla hostil en persecución de los soldados en retirada; pero los bolivianos se topan de frente con su destino y el grueso de la fuerza chilena. El mayor Patiño es tomado prisionero y muchos de los rifleros son abatidos por las armas adversarias. Abaroa se refugia en una zanja y dispara obstinadamente su Winchester contra el enemigo; su heroica resistencia es como una espina clavada en la planta del invasor que impide su avance. Es claro que un solo hombre no puede detener la columna chilena de cientos de soldados y se le conmina a rendirse; es en ese momento supremo cuando el tiempo se detiene y Abaroa escribe un hito de valentía y patriotismo que enaltece la historia de toda una nación.

El eco de su grito, atestiguado y recuperado para la posteridad por los propios chilenos, resuena con toda claridad en mi espíritu borrando instantáneamente casi un siglo y medio de distancia: “¿Rendirme yo?... que se rinda su abuela, ¡carajo!

Me dirijo al Monolito del Topáter. Su cúspide afilada apunta a un cielo azul cobalto totalmente despejado y su blancura resplandece bajo un sol implacable. Reflexiono al pie del monumento que conmemora la muerte de los siete soldados chilenos que perecieron al cruzar el Loa: ¿Quién rememora a los 20 defensores bolivianos que ofrendaron sus vidas junto a Eduardo Abaroa en defensa de la patria aquel 23 de marzo?, ¿cuántos bolivianos se interesan por llegar hasta el río Loa y el puente del Topáter? El único vestigio de los defensores de Calama es una placa ya descolorida que se colocó el 10 de abril de 2007 en el monolito, en presencia de los ministros de Defensa de Chile y Bolivia.

De vuelta al presente

Lo descrito está registrado en mi memoria desde hace diez años. Ha pasado el tiempo, vivo lejos, inclusive de Bolivia. Pero todavía recuerdo el viento del desierto haciéndose más fuerte para formar pequeños remolinos de arena alrededor de las tumbas, como acompañándolas en su solitario descanso. Hasta hoy, no sé a ciencia cierta si en verdad era el “cementerio boliviano” y si todavía existe. Lo que sí sé es que al contemplar ese abandono sentí una profunda melancolía y decepción al pensar que los defensores de Calama que ofrendaron sus vidas e inscribieron con su sangre una de las páginas más heroicas de la historia de Bolivia, no tienen ningún monumento de reconocimiento.

Paradójicamente, el héroe boliviano fue enterrado en Calama envuelto en una bandera chilena y con honores militares. Fragmentos de esa bandera fueron encontrados en los restos del héroe que se trasladaron a La Paz. En esta ciudad y en torno de la plaza que lleva su nombre, con una escultura forjada por Emiliano Luján, se le rinde homenaje cada 23 de marzo con paradas militares y desfiles escolares en los que muchas veces participé siendo un niño. Sin embargo, para mí, el espíritu del héroe no está en la plaza Abaroa: lo encontré palpitante aquel día caluroso en Calama, a orillas del río Loa.

(*) Ivar Méndez es profesor de la cátedra de Neurocirugía de la Universidad Dalhousie en Halifax, Canadá, y Director del Centro Canadiense de Reparación Cerebral.


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