Calama, ese lugar en que el coraje de un puñado de valientes ha levantado el más grande glorioso monumento, junto al histórico río, escuchamos de labios de uno de sus actores, Juan de Dios Berna, la relación hecha de recuerdos, de lo que fue la épica jornada del 23 de marzo de 1879. Es esa vieja e ignorada reliquia, que ni la edad, han podido hacer mella en su admirable estructura humana, no obstante de faltarle una pierna que le ha sido amputada a consecuencia de una herida ocasionada por la pisada de un caballo que cargó sobre él un “cazador chileno”.
–Tengo 67 años, – comienza el viejo– y soy en Calama el único sobreviviente de la tragedia del 23 de marzo.
–Todos han muerto o han desaparecido. Soy yo el único que existe de aquellos tiempos en que ofrecimos nuestra sangre y nuestra vida a la Patria. La primera sangre boliviana que se derramó en la Guerra del Pacífico, fue aquí, en Calama.
Yo he combatido a la edad de los 18 años, no cumplidos siquiera, como recluta, era simple soldado y formé en el piquete escogido por don Eduardo Avaroa, él era capitán y con ese grado entró a combatir a la cabeza de los 25 rifleros entre los que estaban los valientes muchachos Marquina y el Kari Kari, muy renombrados por su valor.
Por la escasez de rifles que entonces eran los Remington y habían muy pocos en la comandancia, a mi me dieron un fusil de cargar con cartuchos de pólvora y que los rompíamos con los dientes para preparar el tiro. Otros camaradas tenían fusiles de la misma clase y muchos otros escopetas de cargar con munición, como para cazar palomas.
–¡Por falta de armas hemos perdido la batalla, señor!. . .
Como calameño neto, yo tenía desespera-ción de pelear al lado de don Eduardo Avaroa, porque era muy querido por nosotros y era también calameño como yo.
El combate no ha sido precisamente en el Puente de Topáter como dice la historia. Tuvo lugar él a los 50 metros más arriba de dicho puente, en el lugar llamado “Polvorera” de la Compañía de explosivos, allí, en aquél paraje de la orilla del río (nos señala con el brazo tendido a la altura de la barba un lugar en que se notan antiguas edificaciones). Allí mismo había un horno de hacer pan y ahí nos atrincheramos con Avaroa, esperando que el enemigo intentara pasar el río, que entonces no era, como ahora, sin agua y escampado. Era más bien hondo y con mucha agua y cubiertas sus orilla de chillcas espesas que impedían vernos claramente con el enemigo.
El combate empezó a las ocho y media de la mañana del 23 de marzo de 1879, y terminó a las doce y media del día; combatimos durante cuatro horas.
Sabíamos que el enemigo había salido de la mina de Caracoles día antes, y desde las 6 de la mañana del 23 ya podíamos distinguir a las fuerzas chilenas en la lejanía. Era una masa enorme de hombres cuyas armas relucían al sol; avanzaba en columna interminable. La historia dice que sólo eran seiscientos y tantos soldados. No, señor, eran como mil o tal vez más. Nosotros contemplábamos azorados esas inmensas columnas que se acercaban más y más luciendo variados uniformes de colores rojo y azul. A retaguardia rodaban pausadamente muchas carretas cargadas de víveres, municiones y algunas piezas de artillería. Al mismo tiempo nos mi-rábamos entre nosotros pálidos de coraje y nos contábamos de uno en uno y no alcanzábamos ni a 150 hombres, en todo Calama.
Fuera, amigo, estamos fritos, nos decíamos; pero nuestro entusiasmo era tan grande, que nada nos importaba. Lo único que queríamos era esperar al enemigo y matarlo aún cuando hubiera sido a palos.
El comandante, el doctor Ladislao Cabrera, que era el jefe de todas nuestras fuerzas nos arengaba. ¡Hijos! No teman nada. Hay que contrarrestar a los enemigos aún cuando sean miles.
Avaroa, el más animoso de los oficiales, era el que nos alentaba. “Nada hay que temer, nos decía, yo moriré con ustedes, si es necesario moriremos todos y que los chilenos pasen sobre nuestros cadáveres.
A las siete de la mañana estaban muy cerca. Avaroa estaba de pie y a nuestra cabeza, eligió con 25 rifleros el sitio aquél donde estaba el horno de hacer pan y allí nos atrin-cheramos. En otro lugar se atrincheraban también otros pelotones, uno de los cuales formado de 30 hombres más o menos, esta-ba comandado por el teniente Pinedo, un muchacho muy valeroso.
Por fin llegó la hora del combate: eran las 8 y media y se inició con una salva de fusi-lería del enemigo. De nuestras diminutas filas salió un grito potente: ¡VIVA BOLIVIA! ¡ABA-JO EL INVASOR! ¡ADELANTE MUCHACHOS!
Como locos contestamos a los dos ataques chilenos. Mientras cargábamos nuestros fusi-les, rompiendo los cartuchos con los dientes, recibíamos del enemigo una tostadera de 50 tiros, lo menos, que salían de sus armas modernas. Pero, cosa rara, con tanta descarga nutrida que recibíamos no teníamos ni una baja. Probablemente en las filas enemigas tampoco hacían blanco nuestros fusiles. Esto se debe, seguramente a que ambos combatientes tirábamos al acaso por la densidad de las chillcas que cubrían ambas orillas del río impidiendo vernos.
–¿Y el Puente?– preguntamos.
El Puente lo destruimos de antemano, justamente para dificultar el paso del enemigo. Así que en todo el campo de combate no había ningún puente, ni cosa parecida.
Los chilenos hacían uso de todas sus armas modernas y comenzaron a disparar sus cañones emplazados frente al pueblo para bombardearlo. En las orillas se abrieron grandes brechas y por ellos pudimos ver a los invasores. En nues-tras filas no hubo ni un instan-te de decaimiento; el grueso del ejército chileno, sin perder tiempo, tendía el puente por donde debía pasar su ejército y caer sobre nosotros.
Es en ese supremo instante en que nos enlo-quecíamos de coraje, se desprendió el capitán Avaroa de nosotros y avanzando diez o veinte pasos, se encaró revolver en mano con el enemigo queriendo detener el avance. Daba vivas a Bolivia hasta que cayó herido. Intimado a rendirse, Avaroa que era todo un hombre, sonrió con ironía y fijando una mirada de fuego en el enemigo, se incorporó y chorreando san-gre contestó:
¿RENDIRME?. . . ¡QUE SE RINDA SU ABUELA, CARAJO. . .!!!
El enemigo procedió a concluir con la vida del héroe, al mismo tiempo que arreciaban las descargas contra el reducido núcleo de nues-tras tambaleantes fuerzas mal armadas. Allí cayeron junto al capitán, los valientes soldados Marquina, el Kari Kari, un cobijeño y otro cuyo nombre no recuerdo. El teniente Pinedo cayó también en ese instante “caballo y todo”. En re-sumidas cuentas los que murieron junto al héroe del Topáter, eran de nuestra parte sola-mente cinco y de parte de los chilenos catorce.
A las cinco de la tarde fueron enterrados en el “cementerio del Topáter”, los cinco cadáve-res bolivianos y los catorce de los chilenos. La ceremonia fue imponente. Llorábamos y todo el pueblo de Calama asistió al sepelio. El esta-do mayor chileno hizo cavar las sepulturas para nuestros soldados, en fila, se los enterró con sus propios vestidos de combate. En un lugar especial y como un honor se le enterró al héroe de la jornada, en un modesto cajón he-cho a la minuta de pedazos de cajones y forra-do con “choleta”, de color negro con franjas blancas.
–¿Otros recuerdos?
El venerable soldado del Topáter, visiblemen-te emocionado por los intensos recuerdos que nos relata, acepta nuestra insinuación.
–¡Oh!, si hubiéramos tenido siquiera 300 hombres armados como los chilenos, no pa-san, señor, jamás, ni aún cuando hubieran sido dos mil.
Hubo un instante sin embargo, en que el fuego certero de los rifleros de Avaroa, puso en jaque a la caballería enemiga cuando se propa-gaba el incendio. Sus cabalgaduras se enca-britaron cayendo muchos soldados chilenos, inclusive caballos para no levantarse más. Simultáneamente con el tronar de sus piezas de artillería el enemigo se habría paso en nú-mero superior a cuatrocientos y procedió a tender un puente sobre el río, mientras que el resto del nos enviaba una lluvia de balas.
Después del combate, cincuenta cazadores chilenos se ocuparon de recorrer la orilla en que peleamos, buscando prisioneros para internarnos al sud de Chile.
Yo estuve oculto entre unas chillcas en com-pañía de cuatro camaradas con el propósito de retirarnos hacia el interior o ir a incorporarnos al grueso del ejército boliviano. Mis camaradas fueron; el corneta Cartagena, los soldados Aurelio Borjas, Benigno Reales y N. Sarmiento, este último, argentino voluntario. En tales circunstancias fuimos capturados por los cazadores chilenos para ser llevados después del entierro de los caídos, en carretas primeramente, hasta el mineral de caracoles, y luego a Antofagasta donde nos embarcaron en el Blanco Encalada en compañía de 49 prisione-ros, rumbo al sud de Chile.
Como hicimos resistencia los cazadores chilenos se enfurecieron y atropellándonos con sus caballos nos sometieron. Es en ese instante que sufrí la fuerte pisada de un caballo que me fracturó el tobillo del pie izquierdo, de cuyas resultas se me produjo una fístula que me duró algunos años hasta que me amputaron la pierna.
El jefe chileno que dirigía las acciones en el Topáter era el coronel Celestino Ramírez, quien vino de Caracoles, ocupaba destacada posición durante el combate y parecía muy valiente.
Quedó en Calama al mando del ejército chileno el coronel Sotomayor, y hay que hacer-le justicia, ningún abuso personal se cometió contra el pueblo indefenso.
Pocos días después, el coronel Sotomayor al mando de dos regimientos y un escuadrón de cazadores, se movilizó con la determinación de tomar los minerales de Huanchaca, codiciada por ellos. Pero Dios no lo permitió, pues al lle-gar a la posta “Tapaquilcha” y en el paso de “Los Callejones”, situado a 50 kilómetros más o menos de Ascotán, fueron victimados por los indios del lugar, cinco o seis soldados chilenos. En vista de esto y de haberles parecido difícil la hazaña regresaron a Calama. De esto nada dice la historia.
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martes, 19 de marzo de 2013
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