Son “advenedizos” señalaba el oidor Juan de
Matienzo de los chiriguanos, enfatizando de este
modo su condición de forasteros usurpadores
que irrumpieron en los llanos sometiendo a los
“naturales”. Ciertamente Matienzo no dramatizaba
al considerar a los chiriguanos una amenaza
a los intereses de expansión coloniales al Río de
La Plata, puesto que a partir del segundo tercio
del siglo XVI su poder en la cordillera había conseguido
afianzarse y fortalecerse, favorecido en
buena medida por las entradas de conquista de
las que tomaron parte en calidad de aliados los
españoles (Combés, 2012).
Por lo menos hasta el siglo XVII, la imagen
perversa proyectada sobre los chiriguanos parece
haber tenido un sentido más bien genérico heredado
de los incas para los “salvajes bárbaros”
de las Tierras Bajas del Antisuyo (en un primer
momento el término incluía indistintamente
a “chiriguanos”, “chunchos”, etc.). Sobre este
punto es preciso insistir que no todos los “chiriguanaes”
de las crónicas andinas corresponden
necesariamente a los “chiriguanaes” llegados al
Chaco, puesto que las fuentes paraguayas señalan
unánimemente que el término “Chiriguanaes”
viene del Perú, pues en el Paraguay eran conocidos
como guaraníes (Rasquin, citado en Combés).
El término chiriguano en el Chaco, por lo tanto,
no es más que un sinónimo de “guaraní hablante”,
lo que explicaría que grupos como los chiriguanos
itatines, ubicados más al Norte, a menudo
fueran incluidos en esta categoría (Langer, 2010;
Olivetto, 2010; Combés, 2012).
En relación a su condición de “advenedizos”,
es muy posible que los antepasados de los chiriguanos,
o al menos de algunos de ellos, hayan sido
los guaraní cario del litoral atlántico, que fueron
“tupinizados” por sus vecinos del litoral atlántico;
esta hipótesis parecería alinearse con la evidencia
de cerámica corrugada brasileña asociada a estos
movimientos poblacionales y su aparición en las
vertientes andinas (Pärssinem y Siiriäinen, 2003).
Son necesarios, desde luego, más estudios interdisciplinarios
que apoyen esta hipótesis.
Los cronistas señalan que estos “Chiriguanaes
oriundos de la cordillera” se adentraron en
el Chaco y el pie de monte andino provenientes
del este y haciéndoles guerra en su travesía a los
indios de los llanos, a quienes llegaron a esclavizar
e incluso a guaranizar (Crónica Anónima, 1944
[c. 1600], citada en Combés). Apoyado en Rui
Díaz de Guzmán, el padre Lozano señala que los
“chiriguanás” fueron indios de la nación guaraní
que acompañaron a Alejo García en su travesía de Brasil al Perú, a cuyos confines llegaron antes
de la conquista para establecerse entre Tarija,
Paspaya, Pilaya, Tomina, Mizque y Santa Cruz de
la Sierra, donde se multiplicaron sujetando a las
naciones circunvecinas. Estas informaciones parecerían
sugerir un progresivo y lento proceso de
mestizaje que acompaña al avance tupi-guaraní
sobre el Chaco, el cual continuó e, incluso, se
intensificó a partir de la expedición de García;
de hecho, para el siglo XVI chiriguanos y chané
ya eran considerados una sola etnia.
Al llegar al piedemonte, los recién llegados habrían empezado a dominar a los indígenas de la zona, chanés de lengua arawak en su mayoría, convirtiéndolos en esclavos, tributarios o víctimas del rito caníbal. Esta era, en todo caso, la situación general que se conocía en la segunda mitad del siglo XVI. Muchos cronistas indican además que los chiriguanaes enrolaron a estos «naturales» en sus propias tropas (Combés, 2012).
Para la segunda mitad del siglo XVI los
diferentes asentamientos chiriguanos estaban
fundamentalmente esparcidos sobre las planicies
orientales andinas que ingresan al Chaco por
la parte del Perú, conocidas por los españoles
como “cordillera Chiriguana”. Como espacio
histórico, la Chiriguanía se ha caracterizado por
los permanentes altercados entre los diferentes
grupos de origen tupi-guaraní (ava) y otros grupos
asentados en el Chaco (tobas, chanés), con
triunfo de los chiriguanos sobre los otros debido,
en gran medida, a la afinidad lingüística y cultural
común a todos los grupos.
En contraste a esta semejanza lingüística
y cultural, la autonomía política de cada grupo
ava a menudo creaba conflictos entre los diferentes
conjuntos. Si bien en tiempos de guerra
decenas aldeas podían confederarse en contra
de un enemigo común, bastaba el más mínimo
inconveniente para reavivar antiguas rivalidades
y luchas. De hecho, si los españoles fracasaron
en sus intentos de hacerles guerra fue en gran
medida porque no entendieron los alcances de su
sistema político y su táctica de alianzas siempre
oscilantes.
Con seguridad en algún momento los chiriguanos
intentaron adentrarse al Oeste de la
cordillera, atraídos por las noticias que los indios
del Chaco les proporcionaron acerca de una
tierra abundante en metales y cuya fama habría
trascendido. Los fuertes construidos en el Sureste
andino por los Señoríos regionales después del
ocaso de Tiwanaku sugieren la antigua amenaza
de los pueblos tupi-guaraní sobre los valles
contiguos (Saignes y Combés, 1995), incluso es
posible suponer que la presión chiriguana sobre
los grupos vallunos pudo haber modificado las
identidades previas, pues algunos de ellos comparten
características comunes y estereotipos de
las Tierras Bajas (Barragán, 1994).
No cabe duda de que la irrupción incaica en
el Collasuyo marcó un punto de inflexión en las
relaciones con las Tierras Bajas. Aun cuando es
difícil precisar el alcance de los enfrentamientos
en la frontera en el siglo XV, lo cierto es que ante
la imposibilidad de desarrollar una estrategia de
movilización para internarse en la cordillera la
táctica imperial adoptada por el Tawantinsuyo se
haya volcado más bien en la defensa: emplazar
fortalezas en puntos estratégicos de la frontera
a manera de cerco, que servían para repeler
ataques enemigos y como núcleos de apoyo
al avance conquistador cusqueño (Pärssinem,
1992:119).
¿Qué explica la tenaz resistencia chiriguana
al avance incaico sobre su territorio? ¿Por qué
no se sujetaron con la misma rapidez que los
grupos de las alturas? Este tipo de interrogantes
han sido explicadas por los autores en términos
de organización política (ya sea por influencia
tupi-guaraní o arawak) como un mecanismo que
explica la marcada noción de independencia de
los diferentes grupos ava frente a grupos externos
(Saignes; Combès, 2005). Si bien no es nuestra
intención detenernos a explicar el componente
político como una estrategia indígena de autonomía,
no deja de ser evidente el contraste entre
sociedades centralizadas, como las del altiplano,
frente a sociedades de Tierras Bajas, carentes de
grandes asentamientos humanos, muy autónomas
entre sí y con un sistema de alianzas sumamente
inestables que resultaba disfuncional a los intereses
del Tawantinsuyu. Si Tupac Yupanqui no
tuvo éxito en penetrar la cordillera (y por ende
el interior del Chaco), es factible pensar que
la estrategia implementada por Huayna Capac
(1493-1525), de cercar parcialmente la frontera,
se haya debido a la poca garantía que la conquista
eminentemente militar de estos grupos tan dispares
ofrecía al bienestar del Imperio, al menos
en un mediano plazo.
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