Bajo los Reyes Católicos, la religión se había
convertido en un instrumento de la política interior
que tenía en la unidad religiosa de todos los
súbditos un elemento unificador y era requisito
de la lealtad hacia los monarcas. Por tanto, la
Iglesia debía estar bajo el control de la Corona
de modo que los reyes prohibieron que dentro
de su territorio se ejecutaran las disposiciones
papales mientras no hubiesen sido aprobadas
por el Consejo Real. Hay que subrayar que la
Iglesia americana estaba dirigida y administrada
por el Consejo de Indias y no por Roma. A
pesar de ello los monarcas no habían logrado
tener un patronato real ilimitado; importantes
sectores de la vida pública como el sistema de
educación (las universidades, las hermandades
religiosas) o los conventos que se encontraban
en algunos señoríos estaban sujetos al dominio
directo de la iglesia. La principal prerrogativa
que daba el patronato a la Corona era la elección
de los obispos.
A pesar de que se ha subrayado la dependencia
de la Iglesia hacia la Corona, los problemas
importantes como el trato a los indígenas o
las dudas jurídicas resultantes de la ocupación
de la tierra, fueron sometidos al dictamen de
juntas de teólogos. Esto se debe a que una gran
parte de los títulos de colonización tenía fundamentos
religiosos. La Iglesia apoyaba desde
su ámbito a consolidar el proyecto estatal, para
el cual la conversión de los indígenas era un
requisito para su incorporación duradera como
leales súbditos (Pietchmann, 1989). Gracias a
esta interdependencia, casi no hubo ámbito en
que la Corona no otorgase a las autoridades
de la iglesia un poder tan amplio como en las
cuestiones relacionadas con la expansión ultramarina.
La evangelización en Indias tuvo que pasar
por pruebas absolutamente inéditas para la
Iglesia: una misión ultramarina apoyada por una potencia imperial colonizadora, dirigida hacia
culturas radicalmente desconectadas de cánones
europeos, todo ello además en simultánea ocupación
militar y poblamiento civil (Barnadas,
1969). Para los religiosos, las nuevas tierras
desplegaron ante sus ojos sus inmensas tierras
y riquezas presentando la oportunidad para la
reconstrucción de la primitiva iglesia cristiana.
Tras el fracaso de la experiencia caribeña,
que supuso la desestructuración y casi exterminio
de la sociedad indígena, México (Nueva España)
se convirtió en el espacio de pruebas donde se
priorizó la labor evangélica. La evangelización
americana tiene por tanto su punto de partida en
el Virreinato de Nueva España a partir de 1524
con la llegada de los doce primeros franciscanos
a los que seguirán dominicos y agustinos en 1526
y 1533 respectivamente.
La Corona Española asumió esta empresa
misional gracias a los privilegios que le otorgó
la bula sobre el patronato de la Iglesia en 1508
y ella a su vez, confió a las órdenes religiosas la
conquista espiritual del territorio. Aquí nació la
tensión tripartita entre la autoridad civil, el clero
secular (que vive en las parroquias en contacto
directo con el pueblo y depende directamente
del obispo) y el clero regular (de las órdenes
religiosas que viven en conventos) que durará
todo el periodo colonial.
Las órdenes religiosas encargadas de la
evangelización basaron sus primeras acciones
en algunos principios importantes: predicaban
el retorno a la pobreza y basaban sus reglas en
la vida comunitaria, la oración y la predicación.
Al mismo tiempo buscaban que sus protagonistas
tuvieran una sólida formación moral y teológica,
debían ser “varones probos y temerosos de Dios,
doctos, instruidos y experimentados”, tal como
solicitara ya el papa Alejandro VI en la bula Inter
Caetera de mayo de 1493.
Respecto a los indígenas, tras los debates teológicos,
a partir de 1537 la Iglesia reconoció que
tenían capacidad para recibir la doctrina cristiana.
Sin embargo de la mano de estos principios y ética
de la evangelización iba una intolerancia cultural
y un fanatismo católico a través de los cuales
interpretaban su papel en la historia. Según su
interpretación las victorias militares respondían
al apoyo divino y las expresiones de religiosidad
indígenas eran demoniacas y permitían justificar
cualquier represión (Barnadas, 1973).
Aunque el sustento ideológico cristiano
domina todo el proceso de conquista, los
representantes de la Iglesia fueron escasos,
tanto en el Perú como en México (Gruzinski
y Bernard, 1996). Durante la invasión al Perú
apenas se registra la presencia del cura Vicente
Valverde, dominico de cultura humanista cuya
formación le confería una influencia considerable
sobre Pizarro y del clérigo Sosa, únicos
representantes de la Iglesia. Otros dominicos
intentaron viajar al Perú, como se sabe por las
capitulaciones de 1529 donde se registraron a
seis dominicos que deberían ir al Peru, pero dos
de ellos murieron y los otros abandonaron la
empresa. Si bien las opiniones de Valverde en
las deliberaciones fueron importantes, en más
de una ocasión fray Vicente tuvo que acudir al
Rey con quejas concretas sobre el maltrato a los
indios (Barnadas, 1973).
La necesidad de justificar el régimen convirtió
a la evangelización en un proyecto en
permanente construcción que aplazó el reconocimiento
de los convertidos como verdaderos
cristianos. La llamada “primera evangelización”
se abre con la llegada de Pizarro en 1532 y se
cierra con el Tercer Concilio Limense en 1583;
contó con métodos y contenidos específicos
pero desapareció dejando pocas huellas para
su estudio, en gran parte porque se trata de un
periodo de una evidente fragilidad institucional
y de inestabilidad del mensaje de los catecismos.
Bautizos masivos e instrucción sumaria, así como
la escasez de personal para llevarla a cabo son
sus más visibles características. En medio de este
periodo, en el Perú tuvieron lugar las guerras
civiles entre pizarristas y almagristas que no
permitieron trabajar en la evangelización. Fue
en esta primera experiencia que el cristianismo
debió amoldarse a la tradición indígena para
poder ser acogido. En los primeros años, la
transmisión del mensaje se llevó a cabo a través
de la encomienda o del convento - “modelo laico
y modelo conventual”- que consiguieron una
evangelización fragmentaria.
Aun así, todos parecen estar de acuerdo que
esta primera etapa marcó de manera decisiva la
percepción indígena de la religión católica.
Esta fase tiene como hito simbólico al milagro
del Suntur Huasi cuando un rayo cayó en
plena batalla salvando a los cercados en la ciudad
del Cusco de ser aniquilados; allí, cuentan que los indios vieron a Illapa, dios del fuego celeste.
Estenssoro propone una posible lectura de este
hecho que marcará en adelante la religiosidad andina:
los indios más que ser vencidos se rindieron
ante dios (Estenssoro, 2003).
Muy pronto se creó el obispado del Cusco
(enero de 1535) que comprendía el territorio de
Charcas teniendo como su primer obispo precisamente
a Vicente Valverde; luego en unos meses
llegaron mercedarios y dominicos que no lograron
tener un real contrapeso local mostrando que
el poder de la Iglesia era secundario, o más aún,
dependiente de los acontecimientos políticos. Por
ejemplo durante la rebelión de Gonzalo Pizarro
hubo entre los frailes dos grupos principales, los
dominicos fueron “legitimistas” y los mercedarios
“pizarristas” aunque luego tuvieron que plegarse
al representante de la Corona La Gasca (Barnadas,
1973).
No hay que subestimar papel del elemento
religioso en la construcción de una identidad
indígena pues al contrario de lo que comúnmente
se suele sostener, que los indígenas nunca se convirtieron
al cristianismo y que solamente tuvieron
un barniz cristiano para disimular sus antiguas
prácticas resistiendo siempre a la evangelización,
hubo en las sociedades locales aspiraciones de
cambio y de asimilación al cristianismo como uno
de los elementos seductores de la nueva cultura.
Lo otro, la tesis de la permanente resistencia
religiosa que habría camuflado a los dioses prehispánicos bajo una apariencia cristiana, prolonga
la actitud del poder colonial que precisamente
buscó mantener al indio en un ámbito separado
del resto de la sociedad, en una suerte de “república
de los indios” que no se articulaba con la
española. Esta interpretación se sustenta en parte
en la exclusión que efectivamente sufrieron los
indios como colectividad pues no participaban
del conjunto de normas y leyes para los europeos.
No podían ser ordenados sacerdotes y se tardó un
tiempo en permitir que recibieran la comunión,
al mismo tiempo, sin embargo, estaban excluidos
de ser juzgados por la Inquisición porque se los
consideraba jurídicamente “menores de edad”
(Estenssoro, 2003). Como se observa la realidad
histórica no es lineal y es frecuentemente
contradictoria.
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