Desde que el adelantado Juan Díaz de Solís
se adentrara por primera vez en el continente
sudamericano siguiendo el curso del Río de la
Plata entre 1515 y 1516, los españoles recogieron
noticia de la existencia de oro y plata tierra
adentro (Relación anónima [c. 1545] 2005, citada
en Combès). A partir de entonces, los europeos
procedentes de la costa atlántica, al igual que
aquellos provenientes del Pacífico por el oeste,
se lanzan a la aventura colonizadora internándose
en el territorio de Charcas, todos en busca de las
codiciadas fuentes de metal.
Desde el frente colonizador andino, las
fuentes tempranas señalan que el objetivo era
alcanzar el mítico Paitití. Los documentos paraguayos
del siglo XVI, por su parte, hablan de la
tierra de los “candires” vinculada a los incas y de
los “carcaraes” dueños del metal”, que parecería designar a los qaraqara, cuyo territorio albergaba
las minas de Potosí (Julien, 1997; Combès, 1995).
Cuando en 1540 los conquistadores del Paraguay
se adentraron en territorio de Charcas y entraron
en contacto con sus semejantes provenientes de
la sierra andina comprendieron que las ricas tierras
soñadas ya habían sido alcanzadas por otros
españoles, en consecuencia desplazaron geográficamente
su objetivo conquistador hacia el Norte,
en la actual Amazonía boliviana (
Tyuleneva, 2004;
Combès, 2006).
Es posible pensar que el desplazamiento geográfico
de las míticas riquezas incaicas al Norte
amazónico haya dado lugar a una nueva versión
del mito del Paitití, esta vez asociado a la tierra
de los “candires”. El padre Giannecchini, de hecho,
sostiene que el término Candire, presente
en los testimonios de los cronistas, se referiría a
un héroe guaraní identificado también como la
tierra de oro en una dimensión incaica, y que la
presencia del dios civilizador Tamoi en las tierras
nororientales de los guarayos (contiguas a Mojos,
en la actual Amazonia boliviana) es seguramente
la prueba del nexo entre el mito de Candire con
el del Paitití. Al respecto, Combès ha sugerido
que la inserción de Candire en un complejo de
creencias religiosas sólo podría ser evidenciada
entre los chiriguano itatín (antepasados de los
guarayos) (Combès, 2006).
Esta suerte de fusión mítica con destellos
religiosos fue engendrada durante los primeros
años de conquista y no tenía otro objetivo
que reafirmar la virtual presencia de metales
en alguna parte, tal vez al oeste, lo que a su vez habría
creado corredores de contactos a partir de
los testimonios de indígenas, quienes desde sus
primeros contactos con los europeos se desenvolvieron
como informantes de las viejas rutas que
conducían a las riquezas (Giannecchini, [c. 1898]
2006). Alcaya señala que Juan de Ayolas se enteró
de la presencia de metales al Oeste a través de
los indios guaraníes del Paraguay que mantenían
contacto con los chiriguanaes de occidente. Es
muy probable que se trate de los “chiriguanaes”
itatín y otros grupos vecinos y parientes asentados
en los alrededores de la primera Santa Cruz
de la Sierra, claramente diferenciados por los
españoles de los “chiriguanos de la cordillera”,
asentados más al Sur. Es posible pensar que estos
guaraníes del Paraguay mantuvieron contactos
con estos chiriguanos itatín de la Amazonía
durante la época prehispánica, puesto que en el
siglo XVI son los itatín, y no los chiriguanos de
la cordillera, los únicos que relacionan el pueblo
de los candires y el dios Candire a las riquezas
ubicadas al Oeste (Combès, 2006).
En todo caso, lo esencial es preguntarse si al
igual que para los europeos el motor que condujo
las migraciones tupi-guaraní a occidente fue la
búsqueda de las riquezas asociadas a Candire, ya
sea en un sentido religioso o más bien ligada a
los incas. El tema ha sido discutido y abordado
por diferentes autores desde una perspectiva
principalmente religiosa, en la que Kandire
aparece como la búsqueda profética de una tierra
sin mal que los tupi- guaraní del Paraguay ubicaron
al Oeste (Metraux; Pifarré, 1989; Combès
y Saignes, 1995). Para otros, Candire va más
bien asociado a la presencia de metales y puede
haber sido una representación del Imperio Inca
así como también de los llanos amazónicos de
Mojos (Nordenskiöld). Consideramos aquí que
lo fundamental de ambas interpretaciones es que
al igual que los europeos, que se adentraron en
territorios desconocidos en busca de riquezas metálicas,
las incursiones tupi-guaraní obedecieron
en cierto modo al mismo objetivo, aunque esto
no significa de ningún modo desconocer otros
aspectos –incluido el religioso– que provocaron
durante generaciones este éxodo de gente hacia
el oeste.
Uno de los rasgos fundamentales de las
sociedades tupi-guaraní es la actividad bélica,
siempre acompañada por ritos de canibalismo en
un círculo sin fin movido por la venganza (yeepi); de hecho, guaraní no quiere decir otra cosa que
“guerrero” (Combès, 1986; Langer, 1996). Si bien
todo parece indicar que al momento de la llegada
de los españoles estos grupos tupi-guaraníes
intentaban asegurar su poder en la cordillera,
las sucesivas oleadas migratorias a lo largo de
varios siglos, lejos estuvieron de estar exentas de
obstáculos y penosas travesías de las que poco o
nada se sabe (Saignes, 1995).
Hélène Clastres sugiere que las migraciones
respondieron a una situación de crisis política en
contra del surgimiento de un “Estado”, con las
consecuentes disputas entre líderes religiosos y
jefes; interpretación seguida por Pifarré, quien
además señala que el crecimiento demográfico
y las limitaciones productivas pudieron haber
jugado un rol importante. Otros autores descartan
esta visión predominantemente política y
señalan que es probable que cada migración haya
respondido a una serie de motivos en particular, y
con seguridad debieron haber variado según los
grupos y las épocas (Bossert y Villar, 2001, citados
en Combés). Por lo tanto, desacuerdos políticos
e incluso tensiones religiosas originados de las
constantes contiendas bélicas entre los diferentes
grupos tupi-guaraníes pudieron haber sido
de principio las causas de las sucesivas oleadas
migratorias hacia occidente en busca de nuevas
tierras a través de varios siglos.
La ruta al Norte, que va del Paraná al Pilcomayo,
la del Noroeste, desde el Alto Paraguay
al Guapay, y la ruta central, a través de los llanos
del Chaco con procedencia de Asunción, fueron
los itinerarios utilizados, esto al menos en las
entradas del siglo XVI. Los arqueólogos apuntan
a fechados mucho más tempranos y sugieren que
las migraciones tupi-guaraníes penetraron en
el actual territorio boliviano a través del Chaco
provenientes de la costa atlántica del Brasil y el
Paraguay hacia el 400 d. C., es decir mil años
antes de lo que las fuentes históricas señalan.
A partir de fechados asociados al estilo
cerámico denominado corrugado y con marcas de
uñas, relacionado a estos movimientos poblacionales,
Pärssinem y Siiriäinen (2003) sugieren
que el mismo bien pudo haber aparecido en las
serranías andinas incluso antes que en el Perú,
Uruguay y Argentina. Si bien nada de esto ha sido
confirmado, los resultados preliminares de excavaciones
realizadas en el área fronteriza incaica
de Oroncota (Chuquisaca) parecerían probar la correspondencia entre el estilo cerámico corrugado
y la evidencia lingüística e histórica de los
asentamientos tupi-guaraní del siglo XVI en un
arco que se extiende desde la cuenca amazónica
hasta el Pilcomayo, así como una tradición de las
Tierras Bajas en algunos complejos funerarios.
Aunque por el momento la evidencia está lejos
de ser concluyente, la cronología radiocarbónica
permite conjeturar que la difusión de este estilo
cerámico se habría producido de forma paralela
a la expansión de la lengua guaraní en los valles
interandinos al menos un milenio antes de lo
que las fuentes históricas señalan (Pärssinem y
Siiriäinen, 2003).
La llegada de los portugueses y españoles
provenientes de la costa atlántica no hizo más
que intensificar la migración de varios miles
de guaraníes que tenían objetivos y recorridos
distintos, y vieron en los conquistadores un poderoso
aliado para atravesar territorios hostiles
y alcanzar las riquezas codiciadas, a lo mejor
atraídos por los enclaves mineros contiguos a
Samaipata (Combés, 2012). Díaz de Guzmán
señala que miles de guaraníes en busca de metales
habrían acompañado al conquistador Alejo García
en calidad de aliados entre 1522 y 1526, hasta
llegar a las serranías andinas e intentar sacar el
mayor provecho del viaje y obtener riquezas en
asaltos o intercambiándolas a los españoles por
armas o esclavos.
Podemos concluir, en resumen, que desde la
perspectiva indígena todo parece indicar que la
migración fue la solución política al estado de crisis
que vivían los diferentes grupos tupi-guaraníes
envueltos en permanentes contiendas bélicas,
y aunque no lleguemos a conocer la verdadera
magnitud y alcances de estos desplazamientos, los
aspectos fundamentales que establecieron estos
itinerarios del Candire se circunscriben, por un
lado, en un abastecimiento de metal (esto incluye
armas y herramientas), ya sea por el intercambio
pacífico o por la fuerza y, por el otro, la búsqueda
de refugio en un viaje sin retorno.
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