Existe consenso en sostener que el Estado, es
decir la Corona española, como persona jurídica,
promovió la conquista y proyectó su dominio
hacia las nuevas tierras sabiendo aprovechar tanto
a la Iglesia como a los particulares (Konetzke,
1986). La monarquía española del siglo XVI se
distingue por la urgencia que tenía de unificar los
reinos de la Península ibérica debiendo negociar
con ellos la permanencia de sus fueros. Por esta
relación de interdependencia con los reinos ha
sido calificada como monarquía pluriestatal o
como monarquía compuesta como veremos con
mayor detalle en adelante (Bridikhina, 2007).
Para sostener su legitimidad ante las regiones,
la autoridad de la monarquía funcionaba como
supremo guardián del derecho tradicional, respetando
bajo juramento la constitución jurídica
entre las Cortes (Pietchmann, 1989). Al mismo
tiempo, cumplía el rol de unificar a los miembros
de la colectividad trabajando eficazmente en la
construcción de un horizonte ideológico común
y excluyente de los otros, que fue lo que motivó a
los monarcas a poner fin a los siglos de convivencia
relativamente pacífica entre el cristianismo, el
Islam y el judaísmo. Los Reyes Católicos mantenían
la idea de que sólo una religión unitaria sería
capaz de afianzar la unidad política interior. En
consecuencia la reinstauración de la Inquisición
directamente bajo el control de la Corona, por
encima de las regiones y ligada a la política de los
Reyes Católicos, Fernando e Isabel, sirvió para lograr
la unificación interior de “España” mediante
la homogeneidad religiosa. En el transcurso del
siglo XVI los Reyes Católicos, ampliaron el nivel
institucional fortaleciendo el poder real frente a
la nobleza, la Iglesia y las ciudades. Gracias a que
a partir de ello Fernando e Isabel apuntaban a la
creación de una ciudadanía homogénea, su política
religiosa ha sido calificada como moderna. Es
este el Estado que proyectará su dominio sobre
las tierras conquistadas.
Detrás de estas acciones se encontraba un
proyecto de dominio de largo plazo buscando
implantar valores, instituciones y modo de vida
a las nuevas tierras y por supuesto una religión
que pretendía abarcar a los seres humanos en
su conjunto. Todo ello bajo el ejercicio de un
poder que se construyó sobre el dominio ideológico
y simbólico ante la ausencia física del Rey
(Bridikhina, 2007). Aquí y entonces se inicia la
occidentalización que acompañará a la empresa
colonial por tres siglos. Este proceso de occidentalización
tuvo que reajustar de manera continua
sus objetivos debido a las urgencias del momento,
quedando claro que era necesario pactar con las
otras fuerzas sociales en tensión. No fue un proceso
fácil, al contrario, reveló no sólo la ausencia
de medios para alcanzar los paraísos imaginados
sino que también hubo metas contradictorias
(Gruzinski, 1995).
El proyecto de la Corona española procedió
a poblar las nuevas tierras al poco tiempo de la
invasión y no se conformó solo con la fundación de
bases comerciales sino que realizó una serie de fundaciones
de ciudades de españoles que dieron la base
para el futuro dominio del territorio. Las primeras
fundaciones fueron: en marzo de 1534 la fundación
española del Cusco, en abril de Jauja como “cabecera
principal”, el 18 de enero del año siguiente, la
Ciudad de los Reyes (Lima) y el 5 de marzo Trujillo.
En Charcas se fundó primero Paria, (1535) y luego
Chuquisaca (1538 o 1540). Las ciudades fueron el
eje articulador a la política de poblamiento establecida
por el Estado (Barnadas, 1973).
Se creó, entonces, un imaginario oficial de la
conquista de América que se puede apreciar nítidamente
en las más de dos docenas de comedias
barrocas (s. XVII) sobre el descubrimiento y colonización
del Nuevo Mundo. Allí se representa
una empresa heroica nacional cuya justificación
principal es la propagación de la fe católica y
la expansión del Imperio español. Según este
imaginario, las tierras americanas habían sido la
morada exclusiva del demonio quien mantenía a los indígenas sumidos en la impiedad. Esta
visión del encuentro entre dos culturas no sólo
ignora la realidad histórica de la violenta conquista
militar de América, sino que también deja
de considerar la evidente contradicción entre la
sed de oro de los colonizadores por una parte,
y el supuesto carácter religioso de la conquista
por otra (Castells, 2000).
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