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sábado, 9 de julio de 2022

El Chaco - Entre la historia y la arqueología: la frontera incaica con el Chaco

Desde la perspectiva histórica, las fuentes escritas que existen sobre el Chaco nos remiten, en el mejor de los casos, al momento inmediatamente anterior al contacto hispano-indígena. La mayoría de ellas proviene de la periferia noroccidental, que mantuvo contacto directo con el Tawantinsuyu y después con los españoles de Charcas, es decir, de la cordillera Chiriguana. Los estudios arqueológicos, por su parte, también se han enfocado en la frontera incaica con el Chaco y las relaciones que los cusqueños mantuvieron con grupos guaraní de Tierras Bajas en los confines del Imperio. De tiempos anteriores pocos son los aportes y éstos se limitan a fechados aislados, principalmente relacionados a la penetración tupi-guaraní en territorio boliviano.

A diferencia de la periferia chaqueña, prácticamente nada se sabe sobre el recóndito interior. Aun cuando se ha conjeturado el posible origen pampeano de las poblaciones “típicamente chaqueñas” a partir de la evidencia material, lingüística y etnográfica (Nordenskiold, 2002 [1912]; Boman, 1908), hay un vacío total hasta el momento de la conquista, cuando los adelantados Juan de Ayolas y Domingo de Irala recogieron unos pocos testimonios del Chaco-adentro en su paso hacia a Charcas (Combès, 2009b).

Como vemos, los vacíos históricos en el Chaco no sólo son temporales sino también espaciales. Sobre este punto, es preciso insistir que los supuestos relacionados a la dependencia de los grupos del interior respecto de los de la periferia y el establecimiento de jerarquías étnicas a lo largo del tiempo se apoyan sobre breves constataciones. Hemos decidido, sin embargo, incluirlos como parte de este ensayo general sobre la región para que el lector comprenda mejor la complejidad de las interacciones entre los diferentes grupos chaqueños a lo largo del tiempo, y que a nuestro entender pueden ser dilucidadas en una lógica de oposición de grupos de cazadores-recolectores frente a sociedades agrícolas sedentarias.

A mediados del siglo XV, cuando el Inca Pachacuti gobernaba en el Cusco, las tropas incaicas entraron en el Collasuyo conquistando a las poblaciones del altiplano así como a los grupos vallunos de la frontera, lo que parece haber “endurecido” las relaciones entre el Imperio y los chiriguanos de las Tierras Bajas. Esto, al menos, es lo que se desprende de las informaciones etnohistóricas, que descubren una interacción predominantemente hostil entre incas y los habitantes del piedemonte con la intermitente invasión de los “salvajes y bárbaros” a los confines imperiales (Garcilaso, [1609]). Aunque virtualmente nada se sabe sobre estas poblaciones enfrentadas, los estudios arqueológicos realizados en los valles fronterizos de Chuquisaca (Nordenskiöld, 1917; Pärssinem, 1992; Alconini, 2002; Pärssinem y Siiriäinen, 2003) han reportado la presencia de recintos destinados a actividades militares en los complejos fronterizos de Oroncota y Cuzcotuyo, que parecería confirmar lo que las fuentes históricas indican. Los mismos estudios son los que también han reportado la presencia de alfarería “chiriguana” en recintos vecinos de carácter festivo y ceremonial, lo que sugiere que las fortalezas actuaron no sólo como guarniciones fronterizas de defensa sino también como núcleos de intercambio entre el Imperio y los grupos del piedemonte, quienes incluso parecen haber tomado parte en ceremonias de carácter ritual patrocinadas por los mismos cusqueños como una forma de diplomacia incaica (Alconini, 2002).

El establecimiento del denominado “arco fronterizo” al Este del Collasuyo tiene mucho que ver con la presencia incaica en los valles. Es en esta trama de reconfiguración espacial y social que la frontera imperial con el Chaco adquiere características peculiares respecto a otras regiones del Tawantinsuyu, puesto que los incas confrontaron a grupos semi nómadas con una “personalidad” guerrera que contribuyó a una frontera altamente volátil con continuos ciclos de alianzas seguidos de conflictos, así como su tenaz resistencia a ser incorporados como tributarios del Inca (Alconini, 2002). Se puede decir que la frontera incaica con el Chaco fue una de las más disputadas entre las sociedades centralizadas de las tierras altas y las poblaciones sin estado de Tierras Bajas (Combès y Saignes, 1995).

Este espacio de transición ecológica y simbólica resultó socialmente en una frontera donde convergieron poblaciones de las tierras altas -mitimaes trasplantados por el Inca y expertos metalúrgicos, vallunos oriundos y grupos provenientes del piedemonte (chanés que comerciaban con el metal)- y una suerte de área de simbiosis socio-cultural (Saignes, 1986) en cuyo seno se produjeron intercambios de distinta índole marcados por ciclos de violencia. Subiendo en una curva que va del Pilcomayo hasta el río Grande, pasando por Samaipata, el dominio incaico se materializó en la fortificación de una frontera; más precisamente, en la edificación de asentamientos multiétnicos de colonización fronteriza sometidos a la amenaza de las intermitentes incursiones de los pueblos tupi-guaraníes provenientes del este (Combès y Saignes, 1995).

Naturalmente, los mecanismos de control y dominación empleados por los incas para mantener el “equilibrio” en un espacio donde confluían diversa gente y ambientes variaron localmente. Al Sureste, en los valles sureños de Tarija y Chuquisaca contiguos al Pilcomayo, los incas establecieron una alianza política con grupos vallunos locales, como yamparas, churumatas o chichas, quienes permitieron la presencia de las mitimaes sobre sus dominios (Malpass y Alconini, 2010). Más al Norte, hacia la cuenca del río Grande, al Suroeste de Santa Cruz de la Sierra (en pleno territorio chiriguano), se ha confirmado la presencia de los incas y sus probables mitimaes labradores del metal que explotaban las minas de Saypurú junto a sus vasallos chané de los llanos.

En la región de los valles de Cinti y Tarija, la anexión incaica habría tenido un efecto multiplicador de las hostilidades con los tupi-guaraní (Pärssinem, 1996). Aunque este sector de la frontera ha sido calificado como genéricamente militar, restos en las fortalezas de Oroncota y Cuzcotuyo dejan ver una compleja interacción social, con los incas haciendo esfuerzos para incorporar a los grupos chiriguanos a través de intermediarios fronterizos locales, yamparas y chichas, que se desempeñaron como activos agentes en la ejecución de la agenda imperial.

Los arqueólogos han propuesto que al Sureste la frontera tomó la forma de un cerco militar tenue: un contorno incaico parcialmente militarizado, compuesto de un cordón de instalaciones que, a su vez, sirvió como punto de avanzada a la expansión imperial (Pärssinen, 1992). Como los ataques chiriguanos tomaban la forma de incursiones relámpago y saqueos intermitentes, con seguridad en algún momento debió haberse abierto la posibilidad de negociar ciertos privilegios con los cusqueños, en un juego de alianzas sumamente versátiles que devinieron períodos de relativa paz y encuentros de acercamiento con los incas. El objetivo de las fortalezas fue precisamente asegurar la dominación en los confines del Imperio e intentar avanzar sobre los chiriguanos utilizando mecanismos parcialmente pacíficos, para convertirse así en núcleos de intercambio entre los diferentes conjuntos sociales.

Más al Norte, siguiendo la cadena fronteriza hasta llegar a los alrededores de Santa Cruz de la Sierra, en plena cordillera Chiriguana, historiadores y arqueólogos han venido discutiendo un capítulo olvidado de la historia incaica: la presencia imperial en las minas de Saypurú, al Sur de Samaipata, que es mencionada por cronistas, como Diego de Alcaya y Rui de Guzmán. Por largo tiempo las informaciones de estos cronistas fueron pasadas por alto entre los diferentes autores que dejaron de lado el tema, entre otras cosas, al no haberse encontrado la presencia de metales en la cordillera Chiriguana.

Aunque los datos etnohistóricos son endebles y aislados, algunos autores, como Combès, opinan que sin duda hubo una presencia incaica en la región de Saypurú, probablemente relacionada a la explotación o comercialización de metales (Combès, 2009a). Recientes prospecciones arqueológicas parecen apuntalar a lo mismo, aunque en todo caso son necesarios más estudios interdisciplinarios que evalúen el impacto que el estado Incaico ejerció sobre los sistemas políticos sometidos en la cordillera y los medios a través de los cuales se incorporó en el estado a entidades políticas de Tierras Bajas.

Apoyándose en los testimonios de Alcaya y Rui Díaz de Guzmán, algunos autores indican que durante el reinado de Huayna Capac los incas se dedicaron a levantar las principales fortalezas a lo largo de la frontera con la cordillera. El Inca Guacané se habría establecido en Samaipata logrando someter al jefe chané-tomacoci Grigotá y a sus vasallos Goligoli, Tendi y Vitupue (Pifarré, 1989; Combés, 2012). Posteriormente Guacané habría descubierto el cerro de Saypurú, ubicado más al Sur, donde su hermano Condori empezó a labrar oro y plata con ayuda de algunos indios chané labradores de los llanos y comerciantes del metal, así como andinos de las tierras altas, posiblemente mitimaes caracara.

No fue sino hasta poco antes de la entrada de Ayolas en Charcas, que atraídos por la fama de las minas de Saypurú grupos tupi-guaraníes que iban llegando a la cordillera tomaron suficientes fuerzas para combatir a Guacané y su gente hasta expulsarlos definitivamente y afianzar su poder sometiendo a los antiguos vasallos chané. Sobre este punto, Isabelle Combès cree que sí hubo elementos que motivaron a los adelantados paraguayos (acompañados de miles de guaraníes aliados) a internarse en Charcas. Todos estos ingresos se basaron en el conocimiento de una presencia andina en la región vinculada a los metales (Combès, 2012). Esto negaría la tradicional imagen de una frontera inca oriental exclusivamente dirigida a la guerra (Combès, 2012).

La presencia incaica en Samaipata está ampliamente comprobada y los arqueólogos concuerdan que la fortificación fue un centro administrativo provincial más que una guarnición guerrera (Pärssinen, 1992). El área minera de Saypurú habría sido administrada desde Samaipata y poblada por expertos metalúrgicos andinos que sellaron su poder con los chané, comerciantes del metal (Pärssinem y Siiriainen, 2003; Combès, 2010). De ser cierto este postulado, los incas habrían utilizado medios pacíficos de alianza con los chané eventualmente basados en el trueque, para asegurar de este modo el avance imperial en la cordillera Chiriguana. Recientes prospecciones arqueológicas llevadas a cabo en los alrededores de Charagua (localidad contigua a Saypurú) registraron cerámicas incas y restos de actividades metalúrgicas (Cruz 2010, citado en Combès) lo que parecería confirmar la presencia incaica en el Chaco relacionada a la fundición y comercio de metales.

Podemos decir, a partir del análisis de estos dos casos, que la frontera incaica con en el Chaco operó como un espacio de “amortiguación” entre las sociedades andinas y las sociedades de Tierras Bajas, y también como un espacio de colonización multiétnico donde se dieron relaciones de diversa índole entre los diferentes grupos favorecidas –con seguridad– por experiencias previas de contactos. Las nuevas investigaciones sugieren que la frontera Sureste del Tawantinsuyo actuó como un espacio multiétnico parcialmente militarizado, donde los diferentes actores coexistían implementando diversas fórmulas. Mitimaes andinos actuando como agentes del poder estatal

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