Desde la perspectiva histórica, las fuentes escritas
que existen sobre el Chaco nos remiten, en el
mejor de los casos, al momento inmediatamente
anterior al contacto hispano-indígena. La mayoría
de ellas proviene de la periferia noroccidental,
que mantuvo contacto directo con el Tawantinsuyu
y después con los españoles de Charcas, es
decir, de la cordillera Chiriguana. Los estudios
arqueológicos, por su parte, también se han enfocado
en la frontera incaica con el Chaco y las
relaciones que los cusqueños mantuvieron con
grupos guaraní de Tierras Bajas en los confines
del Imperio. De tiempos anteriores pocos son
los aportes y éstos se limitan a fechados aislados,
principalmente relacionados a la penetración
tupi-guaraní en territorio boliviano.
A diferencia de la periferia chaqueña, prácticamente
nada se sabe sobre el recóndito interior.
Aun cuando se ha conjeturado el posible origen
pampeano de las poblaciones “típicamente
chaqueñas” a partir de la evidencia material,
lingüística y etnográfica (Nordenskiold, 2002
[1912]; Boman, 1908), hay un vacío total hasta el
momento de la conquista, cuando los adelantados
Juan de Ayolas y Domingo de Irala recogieron
unos pocos testimonios del Chaco-adentro en su
paso hacia a Charcas (Combès, 2009b).
Como vemos, los vacíos históricos en el
Chaco no sólo son temporales sino también
espaciales. Sobre este punto, es preciso insistir
que los supuestos relacionados a la dependencia
de los grupos del interior respecto de los de la
periferia y el establecimiento de jerarquías étnicas
a lo largo del tiempo se apoyan sobre breves
constataciones. Hemos decidido, sin embargo,
incluirlos como parte de este ensayo general
sobre la región para que el lector comprenda
mejor la complejidad de las interacciones entre
los diferentes grupos chaqueños a lo largo del
tiempo, y que a nuestro entender pueden ser
dilucidadas en una lógica de oposición de grupos
de cazadores-recolectores frente a sociedades
agrícolas sedentarias.
A mediados del siglo XV, cuando el Inca
Pachacuti gobernaba en el Cusco, las tropas
incaicas entraron en el Collasuyo conquistando
a las poblaciones del altiplano así como a los
grupos vallunos de la frontera, lo que parece haber “endurecido” las relaciones entre el
Imperio y los chiriguanos de las Tierras Bajas.
Esto, al menos, es lo que se desprende de las
informaciones etnohistóricas, que descubren
una interacción predominantemente hostil
entre incas y los habitantes del piedemonte
con la intermitente invasión de los “salvajes
y bárbaros” a los confines imperiales (Garcilaso,
[1609]). Aunque virtualmente nada se
sabe sobre estas poblaciones enfrentadas, los
estudios arqueológicos realizados en los valles
fronterizos de Chuquisaca (Nordenskiöld, 1917;
Pärssinem, 1992; Alconini, 2002; Pärssinem y
Siiriäinen, 2003) han reportado la presencia
de recintos destinados a actividades militares
en los complejos fronterizos de Oroncota y
Cuzcotuyo, que parecería confirmar lo que las
fuentes históricas indican. Los mismos estudios
son los que también han reportado la presencia
de alfarería “chiriguana” en recintos vecinos de
carácter festivo y ceremonial, lo que sugiere que
las fortalezas actuaron no sólo como guarniciones
fronterizas de defensa sino también como
núcleos de intercambio entre el Imperio y los
grupos del piedemonte, quienes incluso parecen
haber tomado parte en ceremonias de carácter
ritual patrocinadas por los mismos cusqueños
como una forma de diplomacia incaica (Alconini,
2002).
El establecimiento del denominado “arco
fronterizo” al Este del Collasuyo tiene mucho
que ver con la presencia incaica en los valles.
Es en esta trama de reconfiguración espacial y
social que la frontera imperial con el Chaco adquiere
características peculiares respecto a otras
regiones del Tawantinsuyu, puesto que los incas
confrontaron a grupos semi nómadas con una
“personalidad” guerrera que contribuyó a una
frontera altamente volátil con continuos ciclos de
alianzas seguidos de conflictos, así como su tenaz
resistencia a ser incorporados como tributarios
del Inca (Alconini, 2002). Se puede decir que la
frontera incaica con el Chaco fue una de las más
disputadas entre las sociedades centralizadas de
las tierras altas y las poblaciones sin estado de
Tierras Bajas (Combès y Saignes, 1995).
Este espacio de transición ecológica y simbólica
resultó socialmente en una frontera donde
convergieron poblaciones de las tierras altas
-mitimaes trasplantados por el Inca y expertos
metalúrgicos, vallunos oriundos y grupos provenientes
del piedemonte (chanés que comerciaban
con el metal)- y una suerte de área de simbiosis
socio-cultural (Saignes, 1986) en cuyo seno se
produjeron intercambios de distinta índole marcados
por ciclos de violencia. Subiendo en una
curva que va del Pilcomayo hasta el río Grande,
pasando por Samaipata, el dominio incaico se materializó
en la fortificación de una frontera; más
precisamente, en la edificación de asentamientos
multiétnicos de colonización fronteriza sometidos
a la amenaza de las intermitentes incursiones
de los pueblos tupi-guaraníes provenientes del
este (Combès y Saignes, 1995).
Naturalmente, los mecanismos de control
y dominación empleados por los incas para
mantener el “equilibrio” en un espacio donde
confluían diversa gente y ambientes variaron
localmente. Al Sureste, en los valles sureños
de Tarija y Chuquisaca contiguos al Pilcomayo,
los incas establecieron una alianza política
con grupos vallunos locales, como yamparas,
churumatas o chichas, quienes permitieron la
presencia de las mitimaes sobre sus dominios
(Malpass y Alconini, 2010). Más al Norte, hacia
la cuenca del río Grande, al Suroeste de Santa
Cruz de la Sierra (en pleno territorio chiriguano),
se ha confirmado la presencia de los incas
y sus probables mitimaes labradores del metal
que explotaban las minas de Saypurú junto a
sus vasallos chané de los llanos.
En la región de los valles de Cinti y Tarija,
la anexión incaica habría tenido un efecto multiplicador
de las hostilidades con los tupi-guaraní
(Pärssinem, 1996). Aunque este sector de la
frontera ha sido calificado como genéricamente
militar, restos en las fortalezas de Oroncota y
Cuzcotuyo dejan ver una compleja interacción
social, con los incas haciendo esfuerzos para
incorporar a los grupos chiriguanos a través de
intermediarios fronterizos locales, yamparas
y chichas, que se desempeñaron como activos
agentes en la ejecución de la agenda imperial.
Los arqueólogos han propuesto que al Sureste
la frontera tomó la forma de un cerco militar
tenue: un contorno incaico parcialmente militarizado,
compuesto de un cordón de instalaciones
que, a su vez, sirvió como punto de avanzada a
la expansión imperial (Pärssinen, 1992). Como
los ataques chiriguanos tomaban la forma de
incursiones relámpago y saqueos intermitentes,
con seguridad en algún momento debió haberse abierto la posibilidad de negociar ciertos privilegios
con los cusqueños, en un juego de alianzas
sumamente versátiles que devinieron períodos
de relativa paz y encuentros de acercamiento con
los incas. El objetivo de las fortalezas fue precisamente
asegurar la dominación en los confines del
Imperio e intentar avanzar sobre los chiriguanos
utilizando mecanismos parcialmente pacíficos,
para convertirse así en núcleos de intercambio
entre los diferentes conjuntos sociales.
Más al Norte, siguiendo la cadena fronteriza
hasta llegar a los alrededores de Santa Cruz de
la Sierra, en plena cordillera Chiriguana, historiadores
y arqueólogos han venido discutiendo
un capítulo olvidado de la historia incaica: la
presencia imperial en las minas de Saypurú, al Sur
de Samaipata, que es mencionada por cronistas,
como Diego de Alcaya y Rui de Guzmán. Por
largo tiempo las informaciones de estos cronistas
fueron pasadas por alto entre los diferentes
autores que dejaron de lado el tema, entre otras
cosas, al no haberse encontrado la presencia de
metales en la cordillera Chiriguana.
Aunque los datos etnohistóricos son endebles
y aislados, algunos autores, como Combès,
opinan que sin duda hubo una presencia incaica
en la región de Saypurú, probablemente relacionada
a la explotación o comercialización de
metales (Combès, 2009a). Recientes prospecciones
arqueológicas parecen apuntalar a lo mismo,
aunque en todo caso son necesarios más estudios
interdisciplinarios que evalúen el impacto que el
estado Incaico ejerció sobre los sistemas políticos
sometidos en la cordillera y los medios a través de
los cuales se incorporó en el estado a entidades
políticas de Tierras Bajas.
Apoyándose en los testimonios de Alcaya y
Rui Díaz de Guzmán, algunos autores indican
que durante el reinado de Huayna Capac los incas
se dedicaron a levantar las principales fortalezas
a lo largo de la frontera con la cordillera. El Inca
Guacané se habría establecido en Samaipata logrando
someter al jefe chané-tomacoci Grigotá y
a sus vasallos Goligoli, Tendi y Vitupue (Pifarré,
1989; Combés, 2012). Posteriormente Guacané
habría descubierto el cerro de Saypurú, ubicado
más al Sur, donde su hermano Condori empezó
a labrar oro y plata con ayuda de algunos indios
chané labradores de los llanos y comerciantes
del metal, así como andinos de las tierras altas,
posiblemente mitimaes caracara.
No fue sino hasta poco antes de la entrada
de Ayolas en Charcas, que atraídos por la fama de
las minas de Saypurú grupos tupi-guaraníes que
iban llegando a la cordillera tomaron suficientes
fuerzas para combatir a Guacané y su gente
hasta expulsarlos definitivamente y afianzar su
poder sometiendo a los antiguos vasallos chané.
Sobre este punto, Isabelle Combès cree que sí
hubo elementos que motivaron a los adelantados
paraguayos (acompañados de miles de guaraníes
aliados) a internarse en Charcas. Todos estos
ingresos se basaron en el conocimiento de una
presencia andina en la región vinculada a los metales
(Combès, 2012). Esto negaría la tradicional
imagen de una frontera inca oriental exclusivamente
dirigida a la guerra (Combès, 2012).
La presencia incaica en Samaipata está
ampliamente comprobada y los arqueólogos
concuerdan que la fortificación fue un centro
administrativo provincial más que una guarnición
guerrera (Pärssinen, 1992). El área minera de Saypurú
habría sido administrada desde Samaipata
y poblada por expertos metalúrgicos andinos que
sellaron su poder con los chané, comerciantes del
metal (Pärssinem y Siiriainen, 2003; Combès,
2010). De ser cierto este postulado, los incas
habrían utilizado medios pacíficos de alianza con
los chané eventualmente basados en el trueque,
para asegurar de este modo el avance imperial en
la cordillera Chiriguana. Recientes prospecciones
arqueológicas llevadas a cabo en los alrededores
de Charagua (localidad contigua a Saypurú) registraron
cerámicas incas y restos de actividades
metalúrgicas (Cruz 2010, citado en Combès) lo
que parecería confirmar la presencia incaica en
el Chaco relacionada a la fundición y comercio
de metales.
Podemos decir, a partir del análisis de estos
dos casos, que la frontera incaica con en el Chaco
operó como un espacio de “amortiguación” entre
las sociedades andinas y las sociedades de Tierras
Bajas, y también como un espacio de colonización
multiétnico donde se dieron relaciones de diversa
índole entre los diferentes grupos favorecidas
–con seguridad– por experiencias previas de
contactos. Las nuevas investigaciones sugieren
que la frontera Sureste del Tawantinsuyo actuó
como un espacio multiétnico parcialmente militarizado,
donde los diferentes actores coexistían
implementando diversas fórmulas. Mitimaes andinos
actuando como agentes del poder estatal
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