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jueves, 6 de agosto de 2015

El largo y sinuoso parto libertario del Alto Perú

A pesar de haber transcurrido ya 190 años de la proclamación de la independencia del Alto Perú, los historiadores no cesan en sus disquisiciones respecto a las causas que obligaron a los habitantes de la antigua Audiencia de Charcas a esperar 16 años desde la constitución de las Juntas de Chuquisaca y La Paz, hasta la firma del Acta de Independencia, el 6 de agosto de 1825, período en que diversos alzamientos en las principales ciudades de la Audiencia, la constitución de republiquetas, la llegada de tres ejércitos auxiliares de las Provincias Unidas del Río de la Plata, las sangrientas represiones de los enviados de la metrópoli y el primer frustrado intento libertario desde el norte, por parte del Ejército Libertador de la Gran Colombia, al mando de Andrés Santa Cruz, al fin tiene su punto de inflexión definitiva con la entrada a La Paz del ejército victorioso en Ayacucho.

Ciertamente, fueron 16 años de incertidumbre para los hombres y mujeres que habitaban este territorio, en los que se intercalaron momentos de lucha, de zozobra y de tensa calma, antes de que Sucre, aconsejado por el doctor altoperuano Casimiro Olañeta —y contra los deseos de Bolívar—, emita el decreto de convocatoria a la Asamblea que definiría el futuro del Alto Perú. Pero, ¿fueron solamente los sucesos apenas previos a esos 16 años a los que debemos remitirnos para encontrar la respuesta a tan, aparentemente, larga espera?

Mucho antes de los acontecimientos de 1809, la Audiencia de Charcas mostraba una larga y numerosa sucesión de levantamientos de criollos y mestizos –siendo el primero el del artesano Alejo Calatayud en 1730, precisamente en el corazón del Alto Perú, Cochabamba–, los que han sido analizados por diversos historiadores, quedando abierta hasta hoy la incógnita si realmente tuvieron directa influencia en los prolegómenos de la lucha libertaria del segundo decenio del siglo XIX o, en cambio, se trataron de hechos aislados, devenidos como respuestas violentas a razones del momento.

Connotados investigadores se preocuparon de responder dicha incógnita, llegando a la coincidente opinión de no existir un hilo de continuidad entre las revueltas del siglo XVIII y la lucha que en el siguiente siglo dio fin con el colonialismo español en esta parte del mundo. Gustavo Rodríguez Ostria, en su excelente “Morir Matando. Poder, guerra e insurrección en Cochabamba, 1781-1812”, nos recuerda que “(…) Aguirre, Viscarra, y algo más tarde, albores del siglo XX, José Macedonio Urquidi, como historiadores contemporáneos, hicieron de Calatayud un protomártir y una posta adelantada de la carrera de la Independencia; constituyendo un sólido antecedente para el orgullo regional. ¿Lo fue realmente?”.

Apoyándose en la tesis doctoral de Patricia Cazier, que afirma que Calatayud y sus huestes mestizas sólo buscaron con su levantamiento preservar los privilegios otorgados por el soberano español y que en ningún momento sus propuestas buscaban la salida del sistema colonial, Rodríguez concluye: “Si bien la revuelta de 1730, que pasó como una ráfaga caliente, impactó en la coyuntura a los grupos de poder, no vieron en ella en el largo plazo una amenaza ni el despertar de un sujeto histórico, que había que temer o venerar. Es sugestivo que durante la insurrección de 1810 a 1812 la figura de Calatayud no fuera evocada en ninguna de estas posibilidades. Simplemente no se levantará su nombre”.

Igualmente, Charles Arnade es enfático al afirmar que las rebeliones de 1730, 1739 (Oruro), 1780 (Cuzco), 1781 (La Paz) y una centena más de pequeñas revueltas y algaradas no influyeron en los doctores de Charcas, que, aprovechando las alarmantes noticias que llegaban de la metrópoli —la invasión napoleónica, la deposición de Carlos IV, el cautiverio de Fernando VII y la constitución de la Junta de Sevilla—, lanzaron el primer grito libertario en el Alto Perú. Arnade afirma que, en ese momento, “el régimen español en Charcas era respetado y el rey amado. Unido, todo el pueblo luchó contra la rebelión indígena al final del siglo; y unido todo el pueblo de Charcas se mantuvo preparado para ayudar a repeler a los indígenas en caso de que éstos hubieran sido victoriosos en el área de Buenos Aires”.

Pero, ¿fue cierto que los luego conocidos como protomártires de la Independencia ignoraron o desdeñaron esos antecedentes y, por decirlo de algún modo, “comenzaron de cero” su alzamiento? Tal vez lo que viene a continuación, ayude a encontrar la respuesta.

Hace poco, tomé conocimiento de la existencia de un singular personaje, el jesuita Juan Pablo Viscardo y Guzmán, quien habría actuado de puente entre los rebeldes del siglo XVIII y los doctores de Chuquisaca. Injustamente olvidado por nuestros cronistas, ha sido rescatado para la memoria por el inglés David A. Brading, en su magnífico y meticuloso Orbe Indiano. De la Monarquía Católica a la República Criolla, 1492-1867, recordando que el sacerdote peruano escribió poco antes de fallecer en 1798, en Londres –donde residía desde 1781, tratando vanamente de convencer al gobierno británico que conquistara la costa del Pacífico americano–, su Carta Dirigida a los Españoles Americanos, en la que “(…) por primera vez un criollo exhortaba a sus compatriotas a rebelarse contra la Corona española y alcanzar su libertad”.

Rechazando las afirmaciones de sus hermanos de Orden italianos sobre una supuesta “generosidad de ánimo” de los españoles residentes en América, Viscardo se ocupa de revisar, a la luz del pensamiento de Montesquieu y Tomas Paine, los disturbios en Cuzco de 1780, observando que “(...) habían sido precedidos por levantamientos en Cochabamba en 1730 y en Quito en 1764, cuando los mestizos se amotinaron contra los españoles europeos; estos movimientos fueron sofocados gracias a la intervención del clero y de los terratenientes criollos”. Además, el sacerdote hace otro inapreciable aporte para incitar a la rebelión de sus connacionales, al aseverar que el reinado de Carlos III marcaba un giro en las relaciones de la metrópoli con sus colonias. De este análisis, Brading concluye que “encontramos aquí un inapreciable testimonio de que la reconquista borbónica de América, iniciada por Carlos III y sus ministros, enajenó a la élite criolla, provocando a la postre su participación en los movimientos de independencia”.

La Carta de Viscardo llegó a manos del patriota venezolano Francisco de Miranda, a través del cónsul de los Estados Unidos en Londres, Rufus King, trayéndola a América y distribuyéndola en sus principales centros de pensamiento. Así, en 1807, era leída ávidamente en la Universidad San Francisco Javier, gracias a las copias sacadas por Mariano Moreno, el abogado bonaerense que, desde su viaje a Potosí en 1802, conoció las terribles condiciones del mitaje y devino en defensor del indígena. No podía caer en territorio más fértil y, con seguridad, sirvió de base al pensamiento libertario de los doctores que formaron las primeras Juntas de Chuquisaca y Buenos Aires.

Dados esos antecedentes, para entender el porqué de 16 años de lucha, habrá que retroceder al menos hasta la proclama de Viscardo, cuyas razones para su Carta se apoyan, entre otras consideraciones, en el levantamiento cochabambino de 1730, inicio del largo y sinuoso parto libertario, que recién culmina el 6 de agosto en 1825.



Raúl Rivero Adriázola

(Cochabamba, 1960), es economista y escritor. Además de haber sido columnista del periódico Los Tiempos con temas referidos a economía e historia, ha publicado las siguientes obras: “Retazos de historia. De las memorias del Gral. O’Connor” (2006), “El conjuro juliano y la falsificación de Leonardo” (2010), “Los constantinopolitanos” (2011), “Memorias bajo fuego” (2014) y “Epístolas de la Guerra del Chaco” (2015) y otras.



Los 16 años que siguieron a las gestas de 1809 fueron de incertidumbre: de lucha y zozobra, para los hombres y mujeres que habitaban este territorio.

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