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martes, 20 de agosto de 2013

el libro “La guerra entre el Perú y Chile” de Sir. Clements Markham Un delito tributario se convierte en “casus belli”

CAPÍTULO I

En diciembre de 1878 el gerente inglés de la Compañía de Antofagasta, Mr. George Hicks, fue notificado por el prefecto de la provincia (de Cobija) para que pagase el impuesto que debía desde la promulgación de la ley. Mr. Hicks rehusó el pago y el prefecto ordenó que se sacase a remate bienes de la Compañía hasta donde se necesitase para cubrir la suma debida. Cabía plenamente argumentar que Mr. Hicks y su representada, la Compañía de Antofagasta, eran súbditos chilenos; que la injusta pretensión chilena sobre el territorio boliviano no invalidaba un convenio posterior procedente de aquella y que la negativa del Congreso boliviano a ratificar el Tratado de 1874 no afectaba su obligatoriedad. De seguro nunca hubo disputa más obviamente sostenible a arbitraje, si se hubiera deseado arreglo amistoso; mas no fue así. Sin previa declaración de guerra, el gobierno chileno inició operaciones hostiles no bien tuvo noticias de lo ocurrido en Antofagasta, y se apoderó de los puertos bolivianos de Antofagasta, Cobija y Tocopilla, mientras su ejército invasor penetraba en Bolivia por adentro y la guerra empezaba con la sangrienta acción de Calama.

Entonces el Perú ofreció sus buenos oficios, como mediador. Todavía Chile no había alegado pretexto alguno para declararle la guerra; pero buscó una coyuntura de agravio para suscitar el casus belli. Veamos cuál fue ese agravio.

Años atrás, el entonces presidente del Perú, D. Manuel Pardo, en su afán de aliviar las dificultades financieras de su país y apelando casi al último recurso, resolvió convertir los yacimientos salitreros de Tarapacá en monopolio fiscal. La ley que ordenó esto promulgóse el 18 de enero de 1873 y debía entrar en vigencia dos meses después. El Estado pagaría un precio fijo a los productores y había de ser el único exportador; pero tal medida resultó un error financiero, y, en consecuencia, una nueva ley, promulgada el 28 de mayo de 1875, autorizó al Estado a vender todas las oficinas salitreras. Esa legislación relativa a Tarapacá pudo ser imprudente y desven-tajosa para los capitalistas ingleses, chilenos y demás que habían empeñado su capital en las obras salitreras; mas no puede pretenderse que el Perú careció de derecho al dictarla.

No podía constituir justo pretexto para la guerra, aun cuando se la presenta como un agravio en las largas notas diplomáticas que periódicamente publica Chile, en descargo de su política agresiva.

Despojado de retórica y de motivos ficticios, el manifiesto publicado por el ministro de Relaciones Exteriores de Chile en de-fensa de la guerra, cuando ya estaba virtualmente terminada (21 de diciembre de 1881), encierra sólo ese cargo contra el Perú. Se queja de que el Perú hubiese impuesto en sus propios dominios un monopolio salitrero perjudicial a las perspectivas de los capitalistas y trabajadores chilenos; pero no puede pretenderse que el Perú carecía de derecho para dictar tal medida en su propio territorio, y, no obstante, el verboso retórico manifiesto no da mayores razones ni aduce otra causa. Es claro, pues, que la política adoptada por el Perú en lo referente a sus peculiares asuntos internos fue el único motivo verdadero de agravio y que no constituyó justo pretexto para la guerra. Y es inevitable concluir que Chile la declaró a su vecino sin justa causa; por lo menos, así lo ha confesado. “El territorio salitrero de Tarapacá”, admite el ministro chileno, “fue la causa real y directa de la guerra”; por consiguiente, podemos agregar con razón que la guerra fue injus-ta.

Sin embargo, la mediación ofrecida fue aceptada al punto, y D. José Antonio de Lavalle recibido en Santiago como enviado especial. Parece que el diplomático perua-no ignoraba la existencia del Tratado de 1873 y hasta negó aquella al afirmarla el ministro chileno, si bien después recibió una copia; pero los chilenos, más astutos, habían tenido pleno conocimiento de ella, desde 1876 seguramente, si no desde 1874, y procuraron hacer cuestión capital de la ignorancia de Lavalle. Los esfuerzos del enviado peruano se concretaron a la mediación. Chile había ya invadido el territorio boliviano y ante tan seria contingencia, el Sr. Lavalle planteó las siguientes propuestas: 1ª. Que Chile evacuase el puerto boliviano de Antofagasta mientras un árbitro zanjase la cuestión en litigio; 2ª. Que una administración neutral se encar-gase del puerto y del territorio evacuados, bajo la garantía de las tres repúblicas; 3ª. Que los derechos de aduana y demás ren-tas de dicho territorio se aplicasen en pri-mer lugar a las necesidades de la adminis-tración local y el sobrante se dividiese por iguales partes entre Chile y Bolivia.

De haber deseado Chile la paz, la pro-puesta peruana en excelente base de ne-gociaciones, pero Chile no la deseaba. Por el contrario, quería extender la guerra, buscando querella al Perú. El tratado de-fensivo sólo obligaba a éste a hacer causa común con Bolivia; en caso de fallar el ar-bitraje y otras vías de solución pacífica. Chile se amañó para que no se intentasen y rechazó las propuestas del Sr. Lavalle. Planteó, en cambio, demandas que no podían cumplir honrosamente. El Perú debía abandonar toda preparación ofensiva; debía abolirse el Tratado de 1873 y declararse al punto la neutralidad. Ya todo dispuesto, el gobierno chileno despidió al señor Lavalle y declaró la guerra al Perú el 5 de abril de 1879.

Las notas oficiales y las declaraciones emanadas de ambas partes son muy contradictorias y difusas; pero los hechos hablan por sí mismos. Los motivos de la declaratoria de guerra fueron injustos e infundados. Los propósitos de Chile fueron la conquista y la anexión; los del Perú y Bolivia, la defensa de su territorio nacional. (Continuará).

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