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lunes, 17 de junio de 2013

Relatos inéditos de prisioneros de la guerrilla del Che

Allá por febrero de 1967, Hugo Choque Silva era un diestro jugador de frontón que se lucía en las canchas barriales de la ciudad de La Paz. Tenía 15 años y ganas de llevarse el mundo por delante. Pero el destino le tenía preparada una jugada diferente porque meses después se convirtió en el soldado más joven de la guerrilla de Ernesto Che Guevara, a la que ingresó con el pseudónimo de Chingolo.

La historia fue dura con él. Se cuenta que cuando fue capturado dio valiosa información al Ejército boliviano que pisaba los talones a los guerrilleros en Ñancahuazú (Santa Cruz), quienes se instalaron en la zona desde noviembre de 1966. También se supo que se quitó el uniforme guerrillero y que se enfundó la vestimenta castrense. Lo que no se mencionó es que el muchacho lloraba desconsoladamente cuando escuchaba surcar los aviones militares en el cielo; que se unió al líder argentino-cubano sin saber nada de la lucha armada.

Las vivencias develadas por Chingolo se llenan de polvo en una bodega del Archivo Histórico Militar de las Fuerzas Armadas, en el Estado Mayor de la zona de Miraflores, en la ciudad de La Paz. El sitio es un búnker impenetrable para investigadores civiles, para periodistas; los militares son los únicos que tienen vía libre para escudriñar centenares de hojas de los documentos originales de los “prisioneros de guerra” durante la travesía del Che en el país. A pesar de que pasaron 46 años, es material clasificado, de acceso restringido.

Informe La Razón revisó el trabajo documental de Simón Orellana Chávez, militar retirado que estudió la carrera de Historia, llegó a ser director del archivo castrense y hace un par de años escribió su tesis: La campaña de Ñancahuazú, una reconstrucción a través de la Historia Oral. Otro beneficiado con la información pertrechada en el Estado Mayor es el coronel pasivo Diego Martínez Estévez, quien elaboró un par de libros con datos inéditos de la guerrilla; el último aún no fue presentado oficialmente y su público lector es selecto porque, según su versión, nadie más ha podido hojear el legajo al que accedió.

Una fuente militar entregó fotografías inéditas de la época que ilustran este reportaje y revela algunos detalles sobre esta lucha armada que se libró en Bolivia en los años 60 del siglo pasado; su único requisito es la reserva de su identidad. Paralelamente, tras dos meses de gestión, el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas rechazó a través de una respuesta escrita, la solicitud de Informe La Razón para revisar los testimonios de insurgentes bolivianos que acompañaron al Che.

El 14 de junio, Ernesto Guevara de la Serna habría cumplido 85 años. El 9 de octubre de 1967 murió en una escuelita de La Higuera, cerca de Ñancahuazú. Su cadáver fue trasladado, posteriormente, a Vallegrande. Así nació un mito mundial. A continuación se rescatan fragmentos de relatos de parte de la milicia que estuvo a su lado en su travesía final y que cayó en manos de los militares. Son narraciones que revelan a combatientes inexpertos, enlistados por azares del destino y/o con mentiras, sus hazañas y sus sufrimientos.

Todo empezó en 1959. Aquel fue un año inolvidable para Fidel Castro Ruz y un grupo de guerrilleros barbudos que llevaron la revolución socialista a Cuba. El movimiento armado derrocó al dictador Fulgencio Batista y entre los rebeldes estaba Ernesto Guevara, quien pretendió repetir la receta de la guerra de guerrillas en otros confines del orbe. Viajó al Congo (África) y, luego, a Bolivia, en noviembre de 1966.

En el país formó un tejido de apoyo político a su causa. Se respaldó en el Partido Comunista de Bolivia que, después, fue acusado de dar la espalda al proyecto. Contra viento y marea, el Che decidió sembrar la semilla izquierdista para derrocar al presidente de entonces, el general René Barrientos Ortuño, en el marco de un proceso revolucionario continental. De esta forma, empezó la selección de combatientes que crearon el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Pero esta historia tuvo sus claroscuros.

Por ejemplo, según las declaraciones de Chingolo a sus captores, él fue reclutado cuando jugaba en el frontón del cine Imperio, en la calle Sebastián Segurola del barrio paceño de Gran Poder. Los expedientes son contradictorios respecto a su edad porque algunos informan que era un quinceañero y en otros se dice que tenía 16 años. Nadie dudaba de que no estuviera en edad para empuñar un arma. Sin embargo, “(...) era un niño que lloraba desconsoladamente cuando los aviones tiraban bombas”, escribió sobre él Antonio Domínguez Flores en su testimonio de campaña.

En Ñancahuazú, el nombre de guerra de Domínguez fue León. Cuando el Ejército lo atrapó fue obligado a narrar sus experiencias junto al Che. El trinitario de origen campesino se sentó a escribir y escribir. Pasó varios días recordando minuciosamente los detalles de su ingreso y su salida de la aventura insurgente. Cuando acabó de reconstruir sus vivencias había completado diez cuadernos, los cuales son un “botín de guerra” en el Estado Mayor.

Sin quitar el carácter valioso de los textos, el periodista Carlos Soria Galvarro —uno de los más importantes estudiosos de la guerrilla del Che en Bolivia— explica que todas las declaraciones de los combatientes prisioneros, incluida la de León, tienden a atenuar sus responsabilidades; tratan de quedar bien para salvar la vida.

Los cuadernos de León fueron recopilados por el historiador Simón Orellana y brindan detalles respecto a su alistamiento: “Llegó Freddy Bejarano, el Ratón… a buscar un hombre para funcionario del Partido (Comunista de Bolivia) para venir a La Paz a atender una hacienda… dándome mucha facilidad para que yo pueda venir con mi familia… hablé con mi compañera, ella me aceptó porque vivía en una pobreza desesperante... me daba mucha lástima (ver) a mi pobre mujer y a mis hijos que sufríamos muchas miserias”. Por esto, León decidió viajar a la sede del gobierno con la esperanza de internarse en territorio yungueño y dejar atrás su faena de ladrillero en Trinidad.

Otras historias tienen un tenor similar. Serapio Aquino Tudela, más conocido como Serapio, cambió el frío de Viacha por el verdor cruceño en Ñancahuazú. Su tío Apolinar Aquino lo reclutó y él dejó su casa alegando que quería buscar trabajo en Cochabamba. Tenía 16 años cuando se incorporó a la guerrilla. Moreno, de ojos risueños y cejas espesas, realmente creía que era posible cambiar el mundo. Tenía diez hermanos y anhelaba volver a su hogar con el triunfo de la revolución bajo el brazo. Desde niño arrastró un problema físico: su padre le daba golpizas hasta que un día le rompió un tobillo, secuela que lo acompañó hasta el último día de su existencia.

Combatientes. En el campo de batalla, Serapio fue el peón de una granja en Ñancahuazú, el cuartel general de los rebeldes; después formó parte de la retaguardia que caminó por la senda oriental. Sin embargo, no todos los combatientes creían en la posibilidad de cambiar el mundo. Según los documentos militares clasificados, uno de los reclutados que fue atraído solamente por las promesas fue Pastor Barrera Quintana, quien fue rebautizado como Daniel.

En el folder de la Sección II: Declaraciones Informativas Pastor Barrera, La Paz, 1967, del Archivo Histórico Militar, su testimonio reveló: “Un amigo me lo presentó a José Guevara (Moisés), éste me orientó con propagandas comunistas, me retiré de la mina de San José (Oruro), me habló de muchas cosas, maravillas y decidí ir con él… Me dijo que si estaba de acuerdo en ir a las guerrillas, ‘vas a ser un gran hombre, vas a estudiar en libros, de ahí vamos a dar una beca a Cuba’, me decidí por emoción...”.

Antes de su incursión en Ñancahuazú, Daniel era un orureño que se ganaba algunos pesos con distintos oficios y durante buen tiempo fue albañil, según una declaración policial citada en los registros de Soria Galvarro. En la zona de combate fue muy amigo de Vicente Rocabado Terrazas; además los dos eran orureños. Rocabado contó que trabajaba en un taller mecánico y que fue enrolado en el grupo insurgente con falsos compromisos.

Cuando desertó, explicó a los efectivos castrenses de qué manera fue seleccionado: “… (Moisés) él me dijo que teníamos que ir a un frente guerrillero para derrocar al gobierno… nos iban a dar plata y que iban a remitir plata a nuestros familiares… yo no tenía trabajo. El objeto que me animó a mí era el de llegar a la zona y convencerme de la existencia de guerrillas para luego tomar contacto con el Prefecto…”.

Desertores. Otro guerrillero con menos convicciones ideológicas, pero con muchos sueños personales, era José Castillo. Tenía un objetivo fijo cuando se decidió por seguir al Che; aunque nadie le informó nada sobre un levantamiento armado. En la declaración que le arrancaron sus captores redactó: “El motivo (de mi incorporación) era conseguir una beca (de estudios) en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), como miembro de la Juventud Comunista Boliviana (PCB)”. Así, con dos décadas de vida encima, Castillo abandonó su oficio de carpintero, tapicero y ferroviario. Dejó atrás su nombre real y fue llamado Paco.

En la aventura guerrillera participaron 27 bolivianos (ver infografía en la página final del suplemento). La mayoría eran cuadros muy apreciados por el Che, entre los más valiosos estaban los hermanos Roberto y Guido Peredo Leigue (Coco e Inti, respectivamente). El primero murió en combate y el segundo cayó en 1969, cuando comandó otro foco insurgente con el Ejército de Liberación Nacional.

Y el Che tenía en la mira a algunos de sus soldados. El 13 de mayo de 1967, su diario guarda una referencia sobre Moisés y sus enlistados. “Bueno; aunque el tiempo de contacto es poco, se mostró siempre entusiasta y pasó con éxito la prueba. La falla es la mala selección del personal que trajo”. Se refería a aquellos que retrasaban al grupo. Entre éstos se encontraba Paco.

Él abandonó su sueño de alcanzar una beca en la Unión Soviética y pidió su baja. Posteriormente, ante los militares, dijo: “(…) Sufría horriblemente por el clima, la mala alimentación, el cansancio físico de las góndolas que le (sic) ordenaban hacer transportando vituallas”. Años después, en entrevista con Soria Galvarro, Paco remarcó que, a pesar de sus deseos de abandonar a sus camaradas, permaneció empuñando su viejo máuser junto a los guerrilleros y que hacía méritos para dejar la “resaca”, apelativo que utilizó el Che para denominar a los cuatro guerrilleros que eran los “menos calificados” para la lucha.

Los mosquitos y el calor no sólo conspiraron en contra de Paco, quien estaba acostumbrado al frío del poblado orureño de Challapata. Por ejemplo, León apuntó en uno de sus cuadernos: “(…) estábamos un poco desesperados porque había de toda clase de marigüises (insectos grises o negros que son del tamaño de la cabeza de un alfiler), mosquitas y abejitas muy fastidiosas que no se podía estar un momento quieto, además estos bichos se entran a la boca y a los ojos…”. Incluso el Comandante, el 9 de noviembre de 1966, trató el asunto: “Me saqué seis garrapatas del cuerpo”. Todo esto se transformó en llagas que minaron la resistencia de los combatientes.

Atormentado por el clima y relegado por ser parte de la “resaca”, Paco fue el único sobreviviente de la refriega militar contra la columna encabezada por el cubano Juan Vitalio Acuña Núñez, alias Joaquín, el 31 de agosto de 1967, en el Vado del Yeso. Murieron ocho insurgentes, entre ellos la única mujer de la revuelta, Tania, nombre de guerra de la argentina Tamara Bunke; uno escapó y fue abatido a los pocos días: Restituto Cabrera; otro fue capturado y ejecutado al instante: Freddy Maymura.

Otros aguantaron menos. Fueron los casos de Vicente Rocabado y Pastor Barrera, quienes escaparon a las tres semanas de su incorporación. No llegaron a disparar un tiro y dieron por terminada su aventura. Así, cuando la cúpula guerrillera supo de su deserción, León los encontró y tenía la tarea de eliminarlos. “Me dieron la misión de irlos a buscar y charlar con ellos o hacerlos desaparecer entregándome una pistola o revólver calibre 38… salí a las nueve de la mañana y llegué a Lagunillas a las dos de la madrugada… enseguida fui al alojamiento, entré al dormitorio y los vi a los dos desertores durmiendo enfocándoles con mi linterna… me toqué el revólver, pero no me animé de hacerlo (disparar a los disidentes) sobre todo a matar a dos compañeros a sangre fría… pronto me acordé que tenía hijos y ellos también… al amanecer, hablé con ellos… me dijeron que no se iban acostumbrar a esa vida de sufrimientos…”.

León también fue testigo de una charla entre Coco Peredo y los desertores. “Coco charló con ellos, también trató de sacarlos afuera de la ciudad, pero no logró hacerlo. Al mismo tiempo, Coco cometió un error, con los desertores, les dio dinero para que rápido se hubiesen desaparecido”. Es que en cuanto Coco les dio la espalda, los dos excombatientes acudieron a la Dirección de Investigación Criminal y al Comando de la Cuarta División para sentar la denuncia sobre la presencia de extranjeros armados en la región cruceña.

Cotorras. Fue entonces que Eusebio Tapia decidió abandonar la causa. Él era parte de la columna del cubano Joaquín. Cuando fue atrapado no se calló ante los militares: “Ramón es jefe principal, al cual todos respetan y tienen miedo...”, Ramón era el sobrenombre del líder de la expedición armada: Ernesto Che Guevara.

Era un escenario difícil, Paco le confesó a Soria Galvarro que Chingolo se abrazaba a él cada vez que escuchaba las explosiones de las bombas lanzadas por los aviones. Mientras que el cronista Orellana, en base a los documentos que leyó, señala que Chingolo no aguantó más y trasladó a los uniformados hacia la cueva donde la guerrilla tenía documentos y las medicinas para el Che, sobre todo para su asma. Aquello resultó vital para que sus captores tengan datos sobre el enemigo.

Cuando el Che observó por primera vez a León tuvo una buena impresión de aquel joven. El 16 de junio de 1967 escribió su evaluación luego de tres meses de observar a su soldado. “Bueno. Es trabajador y disciplinado y parece decidido para el combate, aunque no ha sido probado a fondo”. En las condiciones más complejas, el muchacho causó una mejor impresión en el Che, a tal punto que éste subrayó en su diario: “A su espíritu trabajador une decisión para el combate, es uno de los mejores proyectos como combatiente”.

Diez días después de su segunda valoración a León, el 16 de septiembre, el argentino-cubano se lamentó la desaparición de su camarada tras el asalto del Ejército a La Higuera, sin dejar rastros. Sus compañeros lo vieron escapar y él pensó que había hecho lo posible por salvar su vida ante el ataque. Sin embargo, León fue uno más de los que traicionó a su Comandante. Una vez que se alejó de la columna insurgente se entregó a un grupo de trabajadores del Servicio Nacional de Caminos; luego fue enviado a las autoridades militares. Según Soria Galvarro, el Che afirmó que León “habló como una cotorra”. Fue servil a los militares porque testificó en un juicio contra el francés Regis Debray (Danton) y el argentino Ciro Bustos (Pelao), afines al movimiento revolucionario.

Los uniformados le prometieron liberarlo después de colaborar con ellos; no obstante, León permaneció preso durante tres años: recuperó su libertad en 1970, durante el gobierno del presidente izquierdista Juan José Torres. Posteriormente, la huella de este combatiente desapareció, aunque se presume que volvió a Trinidad para reunirse con su familia; murió en el olvido. Pero dejó un documento valioso para los historiadores, sus diez cuadernos resguardados en el Estado Mayor, que escribió de forma voluntaria.

Así como el Comandante se equivocó con las primeras apreciaciones sobre León, también lo hizo con Orlando Jiménez Bazán, el Camba. En marzo de 1967, después de cinco meses de trabajo, escribió lo siguiente sobre él: “Regular; débil físicamente y sin que se le note hasta ahora un buen espíritu. Quedó en el campamento convaleciente de un paludismo que puede haber influido en su carácter”. Más tarde, el Che fue más duro con sus críticas y en septiembre, redactó en su diario: “Vegeta esperando su libertad”.

Para rematar, a fines de aquel mes, criticó: “En la sorpresa de La Higuera (el Camba) desaparece, dejando su mochila en el camino. Se confirma su captura y creo que habló como un loro”. De apariencia endeble, delgado, pero con huesos prominentes, el Camba fue atrapado por el Ejército en La Higuera y, luego, fue presentado ante sus enemigos para que éstos supieran que su rival era bastante frágil.

De acuerdo con las pesquisas de Soria Galvarro, el Camba fue golpeado y torturado; pero, en el mismo juicio donde compareció Chingolo, no declaró en contra de Bustos y Debray. “Al contrario, sostuvo que ellos (los acusados) no cumplieron misiones militares en la guerrilla y menos participaron en emboscadas”, resalta el periodista. En su diario, el 6 de octubre de 1967, el Che contó que fue “menos bellaco”. El Camba estuvo detenido hasta 1970; emigró del país y falleció en Suecia, en 1994.

Héroes. La vida y la muerte de Serapio tienen una alta dosis de ironía. Desde su niñez, el viacheño arrastró un problema en un tobillo. Por ello, en cierto momento, sus compañeros de lucha lo vieron como una carga. Según el relato del camarada León, Roberto Coco Peredo dijo de él: “(No puede ser) que este muchacho no sepa nada...”, refiriéndose a las tareas de Serapio en la finca donde se pertrechó una parte de los combatientes, en Ñancahuazú.

Pero cuando Serapio se paró frente a un agente policial y le reclamó por el abuso de los patrones hacia los trabajadores de la zona, su imagen fue cambiando ante los ojos de sus colegas. Eso sí, las largas caminatas, el esfuerzo en un clima hostil y la inminente lucha con los soldados acabaron mermando al joven, quien quedó rezagado en las marchas y pasó a enrolar la “resaca”.

El 9 de julio de 1967, cerca del cañón del río Iquira, Serapio caminaba junto a los de su escuadra. Una columna de reclutas del Ejército logró detectarlo. Éstos le hicieron señas para que permaneciera callado y así atrapar al resto de sus camaradas. El muchacho que se incorporó a la guerrilla soñando con un triunfo de la revolución para mejorar la condición económica de los suyos, sacrificó su existencia por la de sus compañeros. Gritó y una ráfaga de balas lo mató. Pero él no murió; quedó inmortalizado como el hombre que dio su vida por los demás… esta última frase es, precisamente, una de las máximas del mítico Che Guevara.

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